Limón & vinagre

Antonio Hernández, el hombre que susurra a las motos

Se instaló en Santa Coloma y se convirtió en el ‘hombre orquesta’ del barrio de Santa Rosa, donde ha llegado a arreglar cientos, miles de motos, de sus vecinos, a menudo, por un simple abrazo

Antonio Hernández

Antonio Hernández

Emilio Pérez de Rozas

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Don Antonio siempre habla con enorme devoción de su amada Encarna. Siempre. Se fue y aquí le dejó con sus dos hijos, David y Santi, dos locos, dos enfermos, dos sabios de las motos (como él, claro), de todas las motos, de carreras y de calle. Sobre todo, devotos de las clásicas, antiguas e históricas. Esas que Ada Colau nos ha prohibido que paseemos por Barcelona, aunque polucionan cien millones de veces menos que sus cruceros y que, ¡ojalá!, el guay de Jaume Collboni nos deje desempolvar un día de estos.

Les decía que don Antonio Hernández, eso, Hernández, que nació en Motril (Granada) hace ya 82 años y llegó de chico a Barcelona, donde conoció y se enamoró perdidamente de Encarna, se instaló en Santa Coloma y se convirtió en el ‘hombre orquesta’ del barrio de Santa Rosa, donde ha llegado a arreglar cientos, miles de motos, de sus vecinos, a menudo, por un simple abrazo, pues sabe de las necesidades y estrecheces de todos ellos.

Don Antonio, que vivía de un montón de cosas, acabó convirtiéndose en un apasionado de las motos, ya desde que hizo la mili y, durante sus permisos y escapadas, arreglaba las motos de todo el mundo. Y no solo eso, con el paso de los años, acabó convirtiéndose en mecánico de carreras y en uno de los mejores restauradores de motos de la ciudad. Ahí está, sin ir más lejos, la Montesa Impala de primera generación que le regaló a Santi cuando se casó con la dulce Izaskun Ruiz.

No deja de ser curioso que a los dos hijos de don Antonio se les pegase la pasión por las motos, casi sin querer. A David, piloto de carreras, prestigioso publicista, productor de cine y TV y, ahora, junto al emprendedor Albert Agustí, impulsor del precioso BesArt, el museo de arte urbano al aire libre más grande del mundo, pegadito a la casa de don Antonio, en ‘Santaco’, le dio por correr y hasta ganar alguna que otra carrerita.

Es más, hubo un domingo que el intrépido David estuvo a punto de derrotar, en Can Padró, al mismísimo Àlex Crivillé, que, mira por donde (¡la bondad y generosidad de don Antonio siempre ha sido y es infinita!) pudo correr gracias a la bomba del freno que le prestó papá Hernández.

Lo de Santi ya fue más profesional, más auténtico, más bestia y genial. Santi, que empezó en las motos (de carreras) de la mano del maestro de las suspensiones Juan Martínez, otro enfermo y, en su tiempo, extraordinario técnico de MotoGP, heredó la pasión y buena parte de la magia de don Antonio, no tanto sus manitas «pues, ahora, todo es demasiado futurista, todo está en manos de los ordenadores», sino el sentido común y, sobre todo, la picardía de saber qué necesita la moto y el piloto para rendir más y mejor.

Santi lleva más de una década pegadito a Marc Márquez y es el responsable técnico de siete de los ocho títulos mundiales que atesora el piloto de Cervera (Lleida). Eso sí, lo que hace Santi Hernández y cómo lo hace no tiene nada que ver a lo que hacía y cómo lo hacía don Antonio cuando preparaba las motos de sus pilotos preferidos Andrés Fernández, Xavier Tibau, Pere Casas o Ricard Jove, ahora comentarista en DAZN en el Mundial.

Telemetría y millones de datos

«Ahora todo lo describe, lo calcula, lo descubre y nos ayuda, la telemetría», explica Santi. «La sensación del piloto es importante, pero la base de todo lo que hacemos parte de los miles de datos, por no decir millones, que poseemos del comportamiento de la moto y el piloto en cada vuelta, en cada curva».

De tal palo, tal astilla. Eso sí, papá Hernández le ha explicado todos los secretos a Santi, que, cuando desayuna o come con su padre en el excelente restaurante Cuatro puertas, de Santa Rosa, tiene (casi) prohibido hablar de MotoGP. Santi es una auténtica tumba y se parte de risa cuando su padre le repite cómo carburaba sus motos de carreras.

«El truco, bueno, no era ningún truco, pues lo hacíamos todos, estaba en mirar la bujía. El piloto enchufaba a tope en la recta, ¡gas a fondo! y, al llegar al final de recta, cortaba gas, cogía el embrague y paraba la moto», relata don Antonio con la misma pasión que reconstruye sus motos clásicas. «Entonces mirábamos cómo estaba la bujía de engrasada, sacábamos la culata y observábamos el borde del pistón: si estaba negro, íbamos bien; si estaba blanco, ¡ojito! que podíamos gripar».

Dos mundos, dos maneras de vivir, con pasión, las carreras. Antes, todos metidos en una furgoneta, haciendo cientos de kilómetros hacia cualquier circuito urbano («la recta de Cullera acababa en el cementerio, si te salías, chocabas con alguna tumba», recuerda David).

Ahora, lujo y telemetría. Ahora, el mejor mecánico es el que tiene la moto más limpia. 

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