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Francia no da con la salida de la crisis social

Albert Garrido

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La revuelta en las banlieues a raíz de la muerte por el disparo de un policía del joven de 17 años Nahel M. en Nanterre, periferia de París, suma una nueva crisis a la larga lista de episodios que zarandean a la sociedad francesa y ponen en duda la capacidad del presidente Emmanuel Macron, desconocedor de las pulsiones de la calle, de afrontar un estallido social largamente incubado, con momentos tan recientes y perturbadores como la movilización de los chalecos amarillos y la agitación contra la reforma de las pensiones. Son demasiados los datos que apuntan a una incomprensión de la raíz de un problema que desborda con mucho las simplificaciones puestas en circulación por la mayoría presidencial, por diferentes izquierdas y por la extrema derecha, preparada para utilizar la crisis en beneficio propio. Algo profundamente desequilibrante ha cortado de un tajo el vínculo siempre precario entre los distintos segmentos sociales de las comunidades urbanas.

El hecho es que ciudadanos de ascendencia francesa y de ascendencia foránea, vecinos de barrios que se sienten mal tratados por el establishment político, condenados a la marginalidad y a la falta de futuro, sumidos en una crisis de identidad, con una juventud en la que alienta un sentimiento mayoritario de frustración, han puesto patas arriba el pacto republicano, el nexo de unión entre gobernantes y gobernados, un valor fundamental en la tradición política francesa. Como han escrito en el semanario progresista L’Obs Sylvain Courage et Flore Thomasset, “el país se despierta aturdido y fracturado”, necesitado de “explorar las raíces profundas de esa cólera para aportar respuestas durables”. Algo que, de momento, está lejos de haber sucedido en el Gobierno y en la Asamblea Nacional, donde un conglomerado de fuerzas del centro, la derecha y la extrema derecha se ha dedicado a culpar a los insumisos de Jean-Luc Mélanchon de caldear los ánimos para incendiar la calle.

Lo cierto es que en esa crisis social no todos los movilizados son hijos de la inmigración, no todos dicen no sentirse franceses, no todos lanzan proclamas islamistas y aún menos atienden a las consignas de un líder. Coinciden en el alzamiento de las banlieues todos estos ingredientes, y aun otros como el papel desempeñado por las redes sociales en la activación de la protesta, pero quedarse ahí es mirar al dedo y no a la Luna que señala el dedo. Hay demasiado material combustible en la periferia de las grandes ciudades para que no prenda en él fácilmente la llama del descontento.

“Acusar a las redes sociales de ser responsables de la violencia es una manera de despolitizar la revuelta”, explica el profesor Romain Badouard en el diario Le Monde. La posibilidad de limitar su uso mientras no se sofoque la revuelta sentará “un peligroso precedente en términos democráticos”, advierte, mientras menudean las voces en el campo conservador que piden al Gobierno medidas de ese o parecido tenor. En tal ambiente, Marine Le Pen se encuentra como pez en el agua y ve más cerca que nunca el sillón del Eliseo, aunque faltan casi cuatro años para la elección presidencial. Y Éric Zemmour, más exaltado que Le Pen, reclama al Gobierno “una represión feroz contra los alborotadores de las periferias”.

Suavizar la crisis con medidas cosméticas, de dudosa consistencia democrática por no decir que carecen por completo de ella, no hará más que aplazar el reconocimiento explícito y evidente de que las políticas de asimilación para incorporar a la población migrante y a su descendencia son un completo fracaso, y los programas sociales diseñados en tiempos de prosperidad han tenido una utilidad y eficacia que tienden a cero. De igual manera a como ha pasado en el Reino Unido con el modelo multicultural, con comunidades estancas, el plan francés ha soslayado el hecho de que la cultura familiar, la cultura espontánea, la que es fácil mantener vigente con una simple antena parabólica y con los viajes de verano en dirección sur, más la falta de oportunidades de todo tipo, han modelado comunidades cuya identidad cultural básica no es la francesa.

La exministra Nadine Morano lamentó hace ocho años que Francia ya no fuera blanca. ¿A quién puede sorprender que con opiniones de ese tipo se desencadene una revuelta cuando un policía mata de un tiro a un chico de ascendencia magrebí a las puertas de París? El sociólogo francés Alain Touraine, fallecido hace un mes, sostenía que sin mestizaje no es posible la cohesión social en comunidades heterogéneas como lo es la francesa desde hace decenios. Nadine Morano seguía pensando en 2015 que Francia es “un país judeo-cristiano de raza blanca”, cuando ya no lo era, cuando la disolución de los imperios coloniales la segunda mitad del siglo XX y los enormes desequilibrios económicos en la aldea global nutrieron los flujos migratorios desde el Sur hacia el Norte de forma imparable.

Son demasiados los testimonios recogidos por los medios durante los últimos días en los que jóvenes nacidos en Francia, alumnos de la escuela laica francesa, declaran no sentirse franceses. El fenómeno no es nuevo, pero ahora tiene toda clase de consecuencias, muchas más en todo caso que las recogidas en un reportaje emitido por TVE hace más de 30 años. En aquel entonces, jóvenes de diferentes municipios de la periferia parisina dijeron no ir nunca a la capital, a un corto viaje en metro o en un tren de cercanías; uno de ellos describió París como “una ciudad para pijos”. En aquellas declaraciones había una pista, un síntoma de que todo podía empeorar y aun extenderse más allá. Eso ha sucedido: al presidente Macron le ha estallado el problema en las manos y no se adivinan remedios inmediatos para cauterizar las heridas y neutralizar el aprovechamiento que la extrema derecha hace del conflicto. Son demasiados los factores que han tejido la urdimbre de la crisis como para salir del laberinto a la mayor brevedad.