Transición ecológica

La sequía de las mil caras

El camino está en la educación ambiental y en un cambio de hábitos que no se quede en nuestra casa

Embalse de La Viñuela, en Málaga, afectado por la sequía.

Embalse de La Viñuela, en Málaga, afectado por la sequía. / EFE / J.Zapata

Andreu Escrivà

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Llevamos lustros inmersos en la incertidumbre climática, una era en la que solo existe una certeza: que todo cambia. Uno de estos cambios es el de unos patrones de lluvia cada vez menos predecibles, más caóticos y con períodos de sequía más frecuentes e intensos. Adaptarnos a esta nueva realidad es crucial, especialmente cuando afecta de forma tan directa a un recurso vital como el agua.

La sequía va mucho más allá de la falta de agua: es la posibilidad de una alteración radical de nuestras vidas. Del territorio, los cultivos, el ocio, el bienestar, la salud. De todo lo que importa. Y es por ello que tenemos el deber de prepararnos y avanzarnos a lo que vendrá. De nada sirve mantener la ilusión de que un buen año de lluvias lo solucionará todo, por bien que pueda salvar una cosecha o llenar los embalses lo justo y necesario para que respiremos un poco más tranquilos. Vivimos en un país situado en el epicentro del cambio global: el Mediterráneo se calienta más rápido que el resto del planeta. Nuestro territorio es fruto de una intensa relación entre los usos humanos y la naturaleza, y conforma un mosaico extremadamente diverso y, en algunas partes, muy frágil. Tras siglos de arado, desecamientos o explotación forestal, los ecosistemas y los campos se encuentran en un precipicio al que la sequía los puede empujar. ¿Cómo lo evitamos?

En primer lugar, dejemos de intentar prolongar la agonía de un mundo que ya no es el actual. La Catalunya de 1950 no era como la que pisamos ahora. Tampoco, por supuesto, en lo climático: es 1,7 ºC más cálida. El verano dura seis semanas más que en 1980, el Mediterráneo ha aumentado su temperatura más de 1ºC y la vendimia empieza casi un mes antes que entonces; ¿hasta cuándo vamos a tratar de mantener el pasado en vez de pensar el futuro? Los nuevos ritmos deben marcar el camino.

Pero, para ello, necesitamos establecer una relación distinta con el agua, incluso en aquellos ámbitos, como el consumo urbano, que apenas representan un 10% del consumo total. No podemos compartimentar la adaptación y pensar que va de unas partes del territorio y de otras no. Necesitamos ser conscientes del uso de un recurso que no solo mueve la economía, sino que sostiene la vida. La nuestra y la de aquello que nos rodea, sean las hierbas de un alcorque de nuestra calle o el campo del que vienen las manzanas del súper, pero también toda la flora y fauna que vive al margen de nuestra presencia, en ríos y bosques de ribera, en montañas y marjales.

En esta tercera década del siglo XXI hemos entendido al fin que la energía es una cuestión crucial en la transición ecológica, que va mucho más allá de la energética. El agua es la otra gran pata de las transformaciones inaplazables. El camino está en la educación ambiental y en un cambio de hábitos que no se quede en nuestra casa. En entender nuestra responsabilidad como ciudadanía crítica y no solo como consumidor responsable, con el fin de poder exigir cambios legislativos, productivos y de planificación territorial. En relacionarnos de otra forma con el futuro, con la vida, con el suelo. Es decir: con el agua y con nosotros mismos.

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