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Putin se desliza por la decadencia

El general Serguéi Surovikin saluda al presidente ruso, Vladímir Putin, tras recibir la Orden de San Jorge, el pasado 31 de diciembre.

El general Serguéi Surovikin saluda al presidente ruso, Vladímir Putin, tras recibir la Orden de San Jorge, el pasado 31 de diciembre. / MIKHAIL KLIMENTYEV / SPUTNIK / REUTERS

Albert Garrido

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El arresto el miércoles del general Serguéi Surovikin, apodado general Armagedon y también carnicero de Siria -arrasó Alepo y utilizó armas químicas en apoyo del régimen del presidente Bachar al Asad-, contiene los ingredientes de todas las purgas que jalonan la historia de Rusia. Surovikin fue comandante en jefe durante unos meses del cuerpo expedicionario ruso en Ucrania, hasta el sábado, 24 de junio, se le suponía muy próximo a Serguéi Prigozhin, jefe supremo de los mercenarios de Wagner, pero ese día pidió a su antiguo amigo que detuviera el avance camino de Moscú. Se tratase o no de una maniobra de distracción para distanciarse del motín mercenario, el arresto pone de manifiesto la existencia de una lucha entre facciones que difícilmente se detendrá ahí y que, por muchos que sean los desmentidos, dará la razón a quienes entienden que la vulnerabilidad de la autocracia de Vladimir de Putin es un hecho, lo que no significa que esté dispuesto a levantar el pie del acelerador en la invasión de Ucrania porque probablemente le va en ello su sillón en el Kremlin.

Son demasiados los que pueden sacar partido de ese debilitamiento del presidente de Rusia dentro y fuera del Ejército, de la comunidad de inteligencia, de la que procede Putin, y del restringido club de los oligarcas, erosionados sus intereses por las sanciones y sin componendas a la vista que puedan suavizarlas. Como ha escrito Shlomo ben Ami, exministro de Asuntos Exteriores de Israel, “Prigozhin ha demostrado que es menos una amenaza para el régimen de Putin que un síntoma de su inherente fragilidad”. Una fragilidad que alimenta las ambiciones de poder de quienes, en el entorno del presidente ruso, creen llegada la hora de discutirle su liderazgo.

Se enfrenta Rusia a su historia y a la opacidad de alguien que, llamado al Kremlin por Boris Yeltsin en 1999, desempeñó enseguida el papel de salvador que rescató a Rusia de la decadencia. Lo que hizo en la práctica fue armar un sistema corrupto, con una economía cuando menos poco convencional, pero que permitió difundir la idea, acaso la fantasía, de que Rusia estaba en situación de competir con Occidente. Putin puso en práctica un plan que buscó restablecer la complicidad y control del vecindario que hasta 1991 formó parte de la URSS, que porfió para inmiscuirse en los asuntos de la UE, entendidos los Veintisiete como los grandes adversarios de la grandeza de Rusia, y que no cejó en el empeño de devolver a Rusia los atributos de gran potencia global que ostentó la URSS.

Lo cierto es que el único y no menor atributo de gran potencia es su arsenal nuclear. No lo es su economía, basada en el monocultivo de las industrias extractivas -petróleo, gas y minerales-, ni su presencia en los mercados financieros, ni su aportación al progreso de las nuevas tecnologías. No hay en la economía rusa un solo factor más allá del energético que otorgue al país un papel esencial a escala mundial, y bastante del apoyo de China y la India a Rusia solo se explica por la compra de petróleo y gas procedente de allí con ventajosos descuentos. Dicho de otra forma, los precios que rigen en todo el mundo no son de aplicación en las importaciones de energía de las dos grandes potencias de Asia.

El resultado de esa somera descripción de los vectores esenciales de la economía rusa otorga al Ejército un papel preponderante porque la gestión, mantenimiento y desarrollo del arsenal nuclear otorga al generalato un poder poco menos que inconmensurable. Las dudas sobre la suerte corrida por Valeri Guerásimov, jefe del Estado Mayor de Rusia, la aparición en el frente de Ucrania de Serguéi Shoigú, ministro de Defensa, quizá no tenga la importancia que ahora mismo se le supone, pero ha activado la maquinaria de las especulaciones, de una posible depuración de responsabilidades en el mando militar por la imprevisión manifiesta y la falta de información sobre los planes que albergaba el propietario de Wagner. Al mismo tiempo, la confirmación de que Yevgueni Prigozhin se encuentra en Bielorrusia da al presidente del país, Alexander Lukashenko, un papel muy superior al de mero comparsa.

Todo lo cual no es en absoluto tranquilizador porque resulta fundamental para la seguridad de Europa saber quién o quiénes tienen bajo control el arsenal nuclear; saber hasta qué punto la acogida de Prigozhin en Minsk le acerca o no al despliegue de ingenios nucleares rusos enviados a Bielorrusia, un movimiento sumamente intranquilizador para el entorno: las repúblicas bálticas, Polonia y la propia Ucrania en primera instancia. Si hay, en efecto, una operación de limpieza en marcha en la cima del Ejército para dilucidar quiénes estuvieron detrás de la rebelión de Prigozhin, no le falta razón a Josep Borrell cuando afirma que “un Putin debilitado representa un peligro mayor”.

La editorialista del periódico Le Monde Sylvie Kauffmann sostiene que Occidente pecó de ingenuidad al creer que Putin, a pesar de todos los precedentes -Chechenia, Georgia, el Donbás, Crimea- no ejecutaría la invasión de Ucrania. El historiador Orlando Figes cree que todo se atiene a una determinada tradición política rusa. La profesora Candice Rondeaux, de la Universidad de Arizona, considera que lo más importante es desvelar la identidad de los inspiradores del motín para saber en qué medida Putin puede controlar la situación. En ese mosaico de opiniones hay un implícito factor común, fruto de un dato cierto: en los últimos veinte años se han afianzado en el Kremlin los llamados siloviki (hombres fuertes), procedentes no solo de las fuerzas armadas, sino también del KGB, del FSB y de diferentes sistemas de seguridad privados que, lejos de constituir un todo homogéneo, tienden a medrar, a rivalizar para ganar influencia.

El “acertijo, envuelto en un misterio, dentro de un enigma” con que Winston Churchill describió a la URSS en 1939 vale también parta la Rusia de 2023, enfrascado su presidente en combatir la imagen de debilidad que ha proyectado sobre los acontecimientos de la última semana. Porque a pesar de la escenografía solemne de su última aparición pública, prevalece la sensación de decadencia en medio de las contradicciones que han evitado la detención y procesamiento de Prigozhin; porque mientras los medios informativos rusos dan por amortizado el intento de asonada, es improbable que la opinión pública no caiga en la cuenta de que Vladimir Putin ha dejado de ser el líder incontestado que fue.