Un reactor nuclear en Barça TV

Joan Laporta, presidente del Barcelona.

Joan Laporta, presidente del Barcelona. / Valentí Enrich.

Francisco Cabezas

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Somos imprescindibles hasta que alguien decide que dejamos de serlo. Eso sirve para la estrella de turno del baloncesto, el balonmano o el fútbol femenino, que pasan de líderes deportivos a simples cuatreros y cuatreras. Pero también para quienes se han dejado la vida por que el Barcelona de las seis Ligas sea algo más que un club, no una empresa gobernada entre abrazos y caramelos de menta desde los reservados de los restaurantes, y asediada por bancos y fondos de inversión que buscan la manera, no sólo de trocearla, sino de repartírsela.  

Y uno se pone a pensar y repara en quienes tendrán que volver a comenzar su vida pasada ya la cuarentena, cuando el mercado laboral mide la amplitud de tu arruga y te advierte de que lo mejor ya lo hiciste. Porque ya has sido exprimido, amortizado, humillado y sentenciado. De entre todas las taquillas que se van vaciando en el Camp Nou, reparo en la de un profesional de amplia trayectoria y profesionalidad al que de poco le ha servido revalorizar todas aquellas academias azulgrana repartidas por todo el mundo. Sin más, se ha quedado sin trabajo. Por suerte es el mejor speaker del país. Duro ha sido leer también las despedidas de todos aquellos periodistas que han pasado más de 20 años luchando por que Barça TV fuera una televisión preciada, digna y motivo de orgullo del socio, no un aparato de propaganda donde cualquier gerifalte pudiera montar su «aló presidente».

Cierto. La génesis de la agonía económica del Barcelona no es achacable a la actual junta directiva. Sandro Rosell fue quien encendió la mecha del petardo con el fichaje de Neymar, y Josep Maria Bartomeu quien indicó el camino más rápido hacia la ruina deportiva, económica y moral mientras hablaba de los 1.000 millones de euros en ingresos y preparaba charlas en Harvard. Gestionar la miseria no es sencillo ni agradable. Y bien debe saberlo Joan Laporta, a quien se le recordará que Leo Messi, después de hartarse a llorar, ganó el Mundial embutido en una túnica qatarí, y acabó prefiriendo la camiseta del Inter Miami que la del Barça.

Mantiene la directiva de Laporta que para que el club avance hay que echar el carbón al primer equipo. Ya saben, aquella teoría del círculo virtuoso aplicada hace dos décadas sigue aún vigente. Pero si la deuda bruta continúa siendo la misma que la de hace dos años (1.350 millones de euros), y si los actuales capataces niegan que a esa mochila haya que cargar los 1.500 millones del Espai Barça -que habrá que pagar, por mucho que el dinero venga del nuevo Camp Nou-, toda perspectiva futura lleva atada la inquietud al pescuezo. El tijeretazo de las secciones es un síntoma, no un remedio a la gangrena.

Mientras remataba el artículo, no encontré en Barça TV alguno de los episodios de Recorda Míster –uno de mis preferidos es el dedicado a Bobby Robson, quien descubrió la crueldad con la que cualquiera puede ser tratado en este oficio–. La televisión oficial del club estaba emitiendo, sí, dibujos animados. Eran los Glumpers. Unos extraños seres de idioma indefinido que viven en un reactor nuclear a punto de explotar. La vida es retorcida, pero no tanto como el fútbol.