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El Supremo de EEUU atenúa la manipulación electoral

El expresidente Donald Trump saluda al gobernador de Florida, Ron DeSantis, a su llegada a Fort Myers para un acto de campaña en octubre de 2020.

El expresidente Donald Trump saluda al gobernador de Florida, Ron DeSantis, a su llegada a Fort Myers para un acto de campaña en octubre de 2020. / CARLOS BARRIA / REUTERS

Albert Garrido

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La sentencia del Tribunal Supremo de Estados Unidos conocida el jueves que desautoriza el mapa electoral de Alabama dibujado y aprobado por la Legislatura del estado, que diluye el voto de la población negra, abre la puerta a la revisión del rediseño de distritos electorales en varios estados de mayoría republicana, un asunto crucial en la elección de los miembros de la Cámara de Representantes y en otras elecciones de rango inferior. La decisión de los jueces por cinco votos a cuatro es resultado del recurso presentado en su día contra el nuevo mapa de distritos electorales en Alabama, elaborado por la mayoría republicana, que reduce a solo uno el distrito con mayoría de votantes negros, donde siempre gana un candidato demócrata, y logra que los seis restantes tengan mayoría de población blanca, donde el vencedor suele ser republicano. La sentencia del Supremo establece que deberá ser de aplicación antes de las elecciones presidencial y legislativas de noviembre de 2024.

Desde principios de 2021 han sido varios los estados gobernados por republicanos en los que se ha cambiado la delimitación de los distritos, una operación de cirugía política encaminada a concentrar el voto republicano y a diluir el demócrata. Las organizaciones de derechos civiles alertaron de que tales revisiones de los mapas electorales ponían en desventaja a las minorías y transgredían la ley de derechos electorales de 1965, que protege y garantiza el sufragio de las comunidades minoritarias. Los líderes republicanos que impulsaron el rediseño de los distritos sostuvieron que la Constitución limita la “consideración de la raza” en la elaboración de los distritos electorales. En mitad de la discusión, el Tribunal Federal del distrito de Birmingham (Alabama) estableció que se debía crear un segundo distrito con mayoría o casi mayoría de votantes negros, pero las legislativas del año pasado se celebraron en el estado con el mapa modificado de acuerdo con la instrucción provisional dictada por el Tribunal Supremo.

La decisión final de los jueces es muy relevante no solo por razones jurídicas, sino porque el Tribunal Supremo tiene mayoría conservadora y suele apoyar las iniciativas que proceden del bando republicano. Pero lo es también porque pone de relieve una vez más una realidad incontestable: Estados Unidos está lejos de haber superado la fractura racial, el viejo conflicto heredado del esclavismo, de una forma de vida que en muchos estados ha consagrado una separación tajante entre las comunidades blanca y negra. Algo extensivo a la marginación histórica de las naciones indias en tantos lugares y, más recientemente, de las colectividades establecidas en el país en el último medio siglo, especialmente la hispana o latina.

El senador Barak Obama pronunció en Filadelfia, el 18 de marzo de 2008, el memorable discurso Una nación más perfecta, cuando era solo era un aspirante demócrata a la nominación. El futuro presidente dijo que la cuestión racial estaba en un punto muerto desde hacía mucho tiempo, y añadió: “Nunca fui tan ingenuo como para creer que podemos superar nuestras diferencias sociales en una sola elección. Pero tengo la firme convicción -basada en mi fe en Dios y en los estadounidenses- de que trabajando juntos podemos ir más allá de nuestras heridas raciales y que, de hecho, no tenemos otra opción si queremos continuar el camino hacia una unión más perfecta”. Lo que propició su elección fue, no obstante, una activación de prejuicios raciales atávicos; una parte sustancial del orbe conservador interpretó la llegada de Obama a la Casa Blanca como la señal inequívoca de que se habían cruzado todas las líneas rojas imaginables. Y a partir de ahí se produjo la capitalización por la extrema derecha de la alarma blanca en la llamada América profunda, que desembocó en la elección de Donald Trump.

Algunos factores no estrictamente raciales alimentan la frustración entre los herederos de la cultura wasp (White, Anglo-Sexon, Protestant): la progresión del español y su competencia con el inglés en el mercado de trabajo, las tasas de natalidad, el aumento de migrantes en una situación no regularizada -unos 15 millones-, pero asentados en el mercado laboral. No son menos los ingredientes que justifican el estado de exasperación de las minorías, especialmente la afroamericana: los episodios de brutalidad policial, la cultura del gueto, el crecimiento exponencial de la población reclusa no blanca, la pervivencia de diferentes formas coactivas de racismo de las que forma parte la manipulación de los distritos electorales para diluir en entornos blancos el voto afroamericano.

Para la cultura democrática, la sentencia del Tribunal Supremo de Estados Unidos es de una enorme importancia, pero puede envenenar la campaña del próximo año a poco que coincidan en el tiempo la derogación de otros mapas electorales, los procesos que deberá afrontar Donald Trump, las campañas de desinformación en las redes y cualquier incidente de la trascendencia que tuvieron los casos de descontrol y brutalidad policial en 2019 y 2020. A lo que es posible que se añadan recursos de diversa índole después del escrutinio de noviembre del año próximo tendentes a reproducir el ambiente emponzoñado que siguió a la victoria de Joe Biden, y en el que quizá el Tribunal Supremo deberá intervenir. Con un interrogante imposible de responder: ¿cuál será el comportamiento de los dos jueces conservadores que por una vez han sumado su voto al de los tres liberales?

Un editorialista del semanario The Atlantic escribió hace meses que, salvo victoria incontestable de Trump, serán muchos los dispuestos a desacreditar el escrutinio, a ensuciar el proceso electoral. Es decir, los riesgos son máximos y la multiplicación de aspirantes republicanos que quieren competir en las primarias con el expresidente auguran una radicalización de las propuestas porque ninguno de ellos se presenta como alternativa al conocido extremismo ultraderechista del millonario neoyorquino, sino más bien como una versión 2.0 de cuanto caracterizó su presidencia: más de los mismo, quizá con menos bravuconadas y mejor educación.

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