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Ucrania o la escalada de nunca acabar

El presidente francés, Emmanuel Macron, durante el foro Globasec, este miércoles en Bratislava.

El presidente francés, Emmanuel Macron, durante el foro Globasec, este miércoles en Bratislava. / MICHAL CIZEK / AFP

Albert Garrido

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El intercambio de golpes contra Kiev y contra Moscú, la autorización estadounidense para que los aliados europeos que así lo decidan suministren a Ucrania aviones F-16, la instalación de ingenios nucleares rusos en Bielorrusia y la esperada contraofensiva del Ejército ucraniano son otros tantos capítulos de la escalada en la crisis, cada vez más alejada de un desenlace negociado y más condicionada por desafíos grandilocuentes como la última andanada de Dmitri Medvédev, que considera a altos responsables británicos un “objetivo militar legítimo”. Aliñado todo con la reunión del jueves en Moldavia, a 20 kilómetros de la frontera de Ucrania, de los 47 países que integran la Comunidad Política Europea, nacida en octubre, a la que asiste Volodimir Zelenski; algo así como un desafío a Vladimir Putin que pretende subrayar su aislamiento continental.

En ese contexto, todo resulta preocupante. La pretensión de algunos analistas de volver a la vieja fórmula del equilibrio estratégico parece cada vez más inviable en el seno de un multilateralismo agresivo o por lo menos imprevisible. El esquema de trabajo apuntado por Henry Kissinger en el semanario The Economist para detener los combates apenas parece factible: que las partes se retiren a las posiciones anteriores a la invasión y dejar para después del alto el fuego la negociación relativa a los territorios ocupados por Rusia a partir de 2014. La propuesta de Emmanuel Macron en la conferencia Globsec de Bratislava de dar garantías de seguridad “tangibles y creíbles” a Ucrania durante la cumbre de la OTAN que se celebrará en julio en Vilna (Lituania) es aparentemente incompatible con el último pronunciamiento de la Alianza, que no quiere hipotecar el futuro con garantías de seguridad vinculantes que, en la práctica, beberían en las fuentes del artículo 5 del Tratado del Atlántico Norte: cuando un Estado miembro de la OTAN resulte atacado, se interpretará como un ataque contra todos los socios.

La percepción de Macron, que es la de muchos analistas de la OTAN, es que los próximos meses, desencadenada la contraofensiva ucraniana, serán determinantes para “lograr una paz elegida y, por lo tanto, duradera”. De lo que se infiere que ahora toda ayuda militar a Zelenski es necesaria para que consolide una situación de ventaja sobre el terreno. Ese punto de vista del presidente de Francia resulta en todo caso contradictorio con lo repetido por él mismo durante el primer semestre de guerra, cuando manifestó en varias ocasiones la necesidad de no acorralar a Rusia e inducir a Ucrania a negociar para evitar una escalada que, en efecto, se ha producido. Todas las cautelas iniciales para evitar una guerra de larga duración, para acotar el volumen y el tipo de armas suministrado a Ucrania, han dejado de tener el peso que tuvieron en la primera mitad de la guerra; China condiciona en grado sumo la naturaleza de una salida negociada y el Sur Global emergente no manifiesta ninguna sintonía con el planteamiento de la situación hecho por Estados Unidos y sus aliados.

¿Cuál es, entonces, la verdadera línea roja de Moscú, la decisión de la OTAN que puede llevar a Rusia a considerar que Estados Unidos y sus aliados se implican directamente en la guerra? El periódico The Washington Post recoge la opinión de Maxim Samorukov, un especialista en Rusia en el Carnegie Endowment for International Peace: “Rusia ha devaluado sus líneas rojas demasiadas veces al decir que ciertas cosas serían inaceptables y luego no hacer nada cuando suceden. (…) El problema es que no conocemos la línea roja real. Está en la cabeza de una persona [Putin] y puede cambiar de un día para otro”. Tanto el secretario de Estado, Anthony Blinken, como el consejero de Seguridad Nacional, Jake Sullivan, consideran que los beneficios derivados de suministrar mejores armas a Ucrania superan los riesgos, y algunos de los colaboradores de ambos tienen por pura charlatanería las amenazas procedentes de Moscú, singularmente las de Dmitri Medvédev, vicepresidente del Consejo de Seguridad de Rusia, y las de Serguéi Lavrov, ministro de Asuntos Exteriores.

Es posible que no sean más que ataques de incontinencia verbal, pero no dejan de ser también expresión de una corriente de opinión dentro del Kremlin. No es exagerado decir que cabe aplicar a Rusia la imagen del gigante herido porque la guerra debió ser corta, debió caer el Gobierno de Zelenski y suplantarlo otro títere, debió cerrase para siempre el debate sobre la soberanía en la península de Crimea y en el Donbás y debió zanjarse la discusión acerca del derecho de Rusia a garantizarse un espacio de seguridad propio. Pero nada de esto ha sucedido, el Ejército ruso ha evidenciado un grado de vulnerabilidad e inoperancia que nadie previó y la invasión de Ucrania ha servido, por el contrario, para confirmar sin adornos las pretensiones imperiales rusas, una especie de lebensraum del siglo XXI que puede ir más allá de lo visto hasta ahora.

En la tradición política rusa, como en la de toda gran potencia pasada o presente, son determinantes los objetivos expansivos con independencia de los diferentes sistemas que se han sucedido -el imperio zarista, el régimen soviético y el presente- y de la capacidad que han tenido en cada momento de llevarlos a la práctica. Añádanse los factores de seguridad y alejamiento de sus rivales -los socios de la OTAN- y el resultado es la dramática crisis en curso a la que nadie, por el momento, ve una salida win-win que permita a ambas partes cantar victoria. Por el contrario, a pesar de los peligros de la escalada, el futuro se fía en el triunfo en al campo de batalla, como si no fuese sabido que los adversarios en el teatro de operaciones no pueden aceptar la derrota bajo ningún concepto; como si no fuese también sabido que un futuro europeo estable requiere un desenlace negociado de la crisis.

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