Limón & vinagre

El eco de Maragall

Un enjambre de hijos bastardos -incluidos quienes le vilipendiaron y quienes se hallan en las antípodas de su pensamiento- se disputan a codazos su legado

BARCELONA, 11/9/98.- RECEPCION EN EL PARLAMENT CON MOTIVOS DE LA DIADA. JORDI PUJOL Y PASQUAL MARAGALL. FOTO: DANNY CAMINAL. NEG. 187930-6. DIADA

BARCELONA, 11/9/98.- RECEPCION EN EL PARLAMENT CON MOTIVOS DE LA DIADA. JORDI PUJOL Y PASQUAL MARAGALL. FOTO: DANNY CAMINAL. NEG. 187930-6. DIADA / DANNY CAMINAL

Emma Riverola

Emma Riverola

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Faltaban tres meses para las primeras elecciones municipales democráticas de 1977 cuando Pasqual Maragall (Barcelona, 1941) fue reclamado con urgencia por sus compañeros del PSC. Durante unos meses, el político había estaba estado dando clases de economía urbana en la Johns Hopkins University de Baltimore. Él y Narcís Serra eran los dos candidatos que el partido contemplaba para Barcelona. El rechazo de Maragall fue rotundo. Tímido por naturaleza, se sentía mucho más cómodo en segunda fila. Una victoria contundente aupó a Serra a la alcaldía y a Maragall, con él, al nuevo gobierno municipal. 

Pero el destino es tozudo. En 1982, Felipe González arrolló en las elecciones generales y quiso a Narcís Serra en su Gobierno. De nuevo, el partido miró a Maragall, y él volvió a resistirse. No creía poseer el carisma ni la capacidad de comunicación necesarios. Su mujer, Diana Garrigosa, también se oponía: no era la vida que habían soñado. Pero, esta vez, un ataque combinado del partido y de otros familiares consiguió doblegar a Maragall. El relevo se produjo el 2 de diciembre de 1982. Sus amigos en el consistorio le compraron una camisa y una corbata para la ocasión, el cuidado de la imagen no era entonces su punto fuerte. Cinco meses más tarde, los ciudadanos ratificaban en las urnas al alcalde de Barcelona más decisivo, longevo, carismático y añorado de la historia reciente. También el más espuriamente utilizado tras su retirada.  

Nieto del poeta Joan Maragall. Su padre, profesor de filosofía represaliado por el régimen franquista. Su madre, formada en la Institución Libre de Enseñanza. Y el hogar, tolerante y progresista, una torre en el acomodado barrio de Sant Gervasi, escena de tertulias filosóficas, políticas y culturales.  

El joven Maragall era tímido, brillante, devoto del clan familiar y más dado a la reflexión que a la acción. Estudió Derecho y Ciencias Económicas en una agitada Universitat de Barcelona y no tardó en militar en la oposición clandestina de izquierdas. En algunos momentos, su actividad fue tan intensa que le impidió prepararse los exámenes. Entonces, su amigo Narcís Serra se presentaba por él. Y aprobaba.  

Mientras las siglas políticas en las que militaba se diluían y reinventaban en la clandestinidad, Maragall se especializó en economía urbana (su tesis doctoral versó sobre los precios del suelo de Barcelona entre 1948 y 1978). Entró en el ayuntamiento en 1965. Tres años más tarde consiguió plaza de funcionario. Su hermano Ernest, ahora candidato a la alcaldía, lo haría en 1969. Durante años, Maragall fue conociendo los entresijos de la política municipal, pero también amplió sus horizontes con estancias en París y, sobre todo, en Estados Unidos, país que marcó su trayectoria política y vital.  

Y llegaron los días de la efervescencia. Los días en que ese hombre desaliñado, simpático, brillante, imprevisible y seductor se ganó a la ciudad. El político que saltó el ya mítico 17 de octubre de 1986 envuelto en un enorme gabán: Barcelona acababa de ganar la designación olímpica. El alcalde que soñó en grande y supo contagiar sus sueños, el que zarandeó la ciudad hasta convertirla en un hervidero de anhelos colectivos, de inversiones y retos ciudadanos. Barcelona se abrió al mar y miró con orgullo a Europa y al Mediterráneo. Se puso guapa. Se sentía irresistible.  

Pero Maragall también fue un político en la diana de los nacionalistas, que lo consideraban una amenaza para la Catalunya de las esencias. Fue el líder al que intentaron desprestigiar y derribar con las peores artimañas. Porque suyo fue también el sueño de una Catalunya federada en una España regenerada, acogedora, orgullosa de sus pueblos. Pero el anhelo se resquebrajó. Su paso por la Generalitat supo más de sinsabores que de días de gloria. Cierto nacionalismo nunca digirió su presidencia, las cuitas con los socios del tripartito empañaron el mandato, el relevo generacional del PSC le dejó descolocado y el avance silente de la enfermedad fue laminando su energía.  

Maragall es el gran político irreprochable de Catalunya. Ahora, un enjambre de hijos bastardos -incluidos quienes le vilipendiaron y quienes se hallan en las antípodas de su pensamiento- se disputan a codazos su legado. Muestran una minúscula pieza del mosaico y creen que pueden apropiarse de toda su complejidad. El alzhéimer ha recluido a Maragall en el silencio público. Lo menos que merece es respeto a su eco.  

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