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Líderes ultras insustituibles

El expresidente de EEUU Donald Trump en la CNN.

El expresidente de EEUU Donald Trump en la CNN. / CNN

Albert Garrido

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La condena de Donald Trump por abuso sexual en la persona de la escritora E. Jean Carroll y la detención del congresista republicano George Santos en Long Island, estado de Nueva York, sospechoso de haber cometido un muestrario de delitos que pueden costarle una condena de hasta 20 años de cárcel, surte de material a los estrategas de la división política y la polarización social en grado sumo y, al mismo tiempo, actualiza una vez más el debate sobre la disposición de los ciudadanos a cambiar el sentido de su voto en función de datos objetivos. Así, es perfectamente compatible el convencimiento de que, en una sociedad partida en dos como la de Estados Unidos, es improbable que la condena debilite las posibilidades de Trump de ser el candidato del Partido Republicano en la elección presidencial del próximo año con la impresión de que la carrera política de Santos ha llegado a su fin, encontrado culpable antes de sentencia por falsear su biografía, mentir a la Cámara de Representantes y utilizar dinero recaudado para financiar su campaña para satisfacer gastos personales. La razón de tal diferencia de criterios se debe a lo que Bernard Manin llama democracia de público: Trump es un líder nacional necesario e insustituible para una versión ultraconservadora de Estados Unidos y Santos es, en cambio, un líder local fácilmente reemplazable.

Los votantes de Donald Trump comparten con él que es víctima de una conspiración desde que salió perdedor de la elección de noviembre de 2020, una trama de la que forman parte los procesos judiciales en curso; puede el expresidente dominar a su antojo una entrevista de una hora en la CNN, con su entrevistador abrumado por la verborrea de quien debía responder a sus preguntas, y sumar así adeptos a su causa, pero es improbable que los republicanos gasten tiempo y energías en acudir al rescate de George Santos para atenuar la gravedad de los cargos que se le imputan. Ese es el juego y no hay margen para la sorpresa en la ascensión generalizada de la extrema derecha y de sus compañeros de viaje, conservadores que han llegado a la conclusión de que la mejor manera de contrarrestar la marea ultra es asumir partes sustanciales de su programa.

Así es como Donald Trump se ha adueñado del Partido Republicano sin apenas resistencias y es así como Isabel Díaz Ayuso sale airosa de una de las mayores tonterías oídas en la precampaña de las municipales y autonómicas: la consideración de la justicia social como un invento de la izquierda. Porque si, en teoría, nadie está obligado a saber la antigüedad del concepto o la idea de justicia social, sí es deber de prudencia para cualquier no opinar sobre aquello que se desconoce. Pero las encuestas no registran posibles desviaciones en la intención de voto del electorado madrileño a cuenta de las declaraciones de la presidenta y de su confusa rectificación al día siguiente: ha logrado ser una política irremplazable a pesar de la frecuente inconsistencia de sus declaraciones, aupada por un segmento de la población movilizado para mantener en la presidencia de la comunidad a una de las suyas.

Según el pensamiento de la izquierda clásica -Francisco Fernández Buey y otros-, el siglo XIX fue el de la conciencia de nación, el XX, con matices, el de la conciencia de clase y el XXI debía ser el de la conciencia de especie, habida cuenta el riesgo colectivo que entraña la degradación del medio ambiente. Sin embargo, lo que se da hoy es la articulación de dos ethos radicalmente incompatibles, como no se daban desde el final de la Segunda Guerra Mundial, alentados por las redes sociales y por el encadenamiento de crisis de seguridad, económicas y de identidad que impiden construir espacios compartidos y favorecen la conversión sin matices de los adversarios políticos en enemigos. La transversalidad sobre la que armar la cohesión social salé así irremediablemente dañada.

Hay en ese nuevo-viejo mundo una capacidad grandiosa de manipulación de los conflictos, un aprovechamiento de las debilidades de los regímenes democráticos, cuya vigencia y reglas del juego impugna a todas horas. Muchos de los muros de contención del pasado para resguardar los requisitos esenciales de la democracia presentan grietas preocupantes y algunas de las certidumbres más extendidas no hace tanto han dejado de serlo. Hasta bien entrado el segundo decenio de este siglo se daba por seguro en Francia que cualquier candidato que disputara la presidencia a un líder de extrema derecha saldría vencedor del envite; lo mismo se decía en Italia de las posibilidades de que un partido posfascista ocupara el poder. La realidad es que Marine Le Pen está en condiciones de ganar el Eliseo en 2027 y que Georgia Meloni gobierna en Roma en compañía de aliados ocasionales de una derecha a la que no le importa seguir su estela.

La creencia de la escritora Siri Hustvedt de que "a todos nos gusta vernos (a nosotros mismos y al mundo en que vivimos) como mucho más coherentes de lo que somos" resume con bastante exactitud qué alienta detrás del comportamiento de segmentos de población cada día mayores que han ido a buscar refugio en ámbitos que denostaban hasta no hace tanto. A tal cambio ha contribuido en grado sumo el deterioro del Estado del bienestar, el bloqueo de los ascensores sociales, la erosión del espacio de confort ocupado durante decenios por la clase media, zarandeada por la profecía neoliberal, de la que la extrema derecha no abjura, pero modula según le conviene en cada caso y momento. Raymond Aron dejó dicho en su día que la elección en política "no es entre el bien y el mal, sino entre lo preferible y lo detestable", pero sucede ahora que estas dos categorías se han desvanecido a ojos de muchos y nada es completamente detestable ni del todo preferible.

De ahí que Donald Trump se haya convertido en la referencia primera de la ultraderecha, de los promotores de las realidades alternativas, donde nada es verdad ni es mentira, sino que, como en el clásico, todo depende del color del cristal con que se mira, o de la sensación de vulnerabilidad, o de la complejidad de adaptar la vida a realidades sociales cambiantes -el feminismo, los nuevos modelos de familia, la lucha contra el racismo, la dinámica de los flujos migratorios-, situaciones que obligan a revisar algunas seguridades heredadas, construidas sobre supuestos que el paso del tiempo ha demostrado que son insostenibles. La gran paradoja es que, para el conservadurismo extremo, sacar provecho de la desorientación provocada por los cambios en curso ha sido posible gracias a una explotación intensiva de las nuevas tecnologías, que son parte del cambio, con la fabricación y difusión de corrientes de opinión que, sin ellas, apenas hubiesen tenido influencia. Las redes sociales han dado a Trump y a sus émulos un poder de penetración de esas realidades alternativas por ellos promovidas que hace solo una generación era inimaginable, ayudados en su empresa por personajes como Elon Musk, depositarios de una idea por lo menos inquietante de la libertad de expresión.

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