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Entre Adán y Narciso

Pablo IGlesias y Ada Colau

Pablo IGlesias y Ada Colau / JORDI COTRINA

Albert Sáez

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Alrededor del 15-M, vimos surgir una nueva clase política. Hablaban diferente, hacían propuestas diferentes, inusultaban diferente. Una década después, aquella clase política ha ocupado alcaldías, ministerios y vicepresidencias. Surgieron por el agotamiento de lo que ellos llaman el régimen del 78 y por la incapacidad de los sucesores de los autores de la transición de promover nuevas reformas más allá de las que impulsó la Constitución. La olla tapada de lo intocable acumuló suficiente presión para impulsarlos al poder. Una década después, han malgastado buena parte de su energía porque han menospreciado el pasado y son incapaces de superar los personalismos. Recuerdan los tiempos de Bakunin, Lenin y Trotsky. Están presos del adanismo y del narcisismo. La configuración de Sumar y sus batallas con Podemos o la falta de un relevo a la vista de Ada Colau el día que no sea alcaldesa evidencia que, tras pasar por el poder, se actúa como si ese tiempo no hubiera existido y se reproducen las batallas adolescentes de los tiempos de la Juventud Comunista mientras Jordi Borja sigue cerrando la lista de Barcelona, décadas después de dinamitar el patrimonio del PSUC.

El adanismo narcisista se ha caracterizado por un menosprecio monumental hacia el conocimiento de los técnicos a los que consideran presos de la hegemonía como denunció su admirado Ernesto Laclau. Pero ese menosprecio, esa obsesión en que todo empiece (¿y acabe?) con ellos, ese culto a las Yolandas, los Pablos, las Adas, seres a los que no hay que poner apellidos porque son únicos, han estado en la base de múltiples errores de los que muchos de sus seguidores no les piden cuentas por una peculiar solidaridad de clase, desde la repetición de las elecciones generales o el fiasco de la ley del sí es sí, la autorización de 120 pisos turísticos en Barcelona a la familia de Manuel Valls o la compra de inmuebles a los fondos buitre. Solo la argamasa del rechazo a los podersos de antaño, mantiene la fidelidad de unos electores a los que les gustaría que el paso por el poder hubiera sido verdaderamente transformador y no solo postureo.

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