Parece una tontería

Buzón azul

Nunca está en el medio, como una farola o un semáforo, así que no te lo encontrarás por accidente

Uno de los buzones de alance, recién pintado de azul, en Barcelona.

Uno de los buzones de alance, recién pintado de azul, en Barcelona. / IOSU DE LA TORRE

Juan Tallón

Juan Tallón

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En las calles de nuestras ciudades sobreviven cementados a las aceras miles de buzones azules. Llevan una existencia casi incorpórea. Nuestra mirada los atraviesa sin verlos. Están ahí, como otras tantas cosas delante de nuestras narices, pero nadie pasa ante uno, se detiene y exclama gratamente sorprendido: «Caramba, un buzón azul. ¡Toma ya!». Podemos llegar a ver los buzones amarillos, porque viven todavía varias generaciones que nos acercamos a ellos para dejar caer dentro una carta. Pero el buzón azul, antes verde, es de uso exclusivo para carteros, que custodian en él la correspondencia que después reparten por la zona. 

En definitiva, es invisible. No va con nosotros. Quizá nos parece que hay ya demasiadas cosas en las aceras sobre las que depositar nuestra atención, como por ejemplo una caca de perro o un patinete eléctrico. El hecho de que esté desprovisto de utilidad lo vuelve menos patente, más irreal. Nunca está en el medio, como una farola o un semáforo, así que no te lo encontrarás por accidente. Pero la vida cambia a veces de repente. Hace ya algunos años que no puedo dejar de fijarme en los buzones de base cuadrada. De hecho, yo sí me detengo ante ellos y pienso «ostras, un buzón azul», y acción seguida les saco una foto y se la envío a la poeta Dores Tembrás, con la que comparto la misma obsesión. Siguen siendo igual de inútiles que antes, pero ahora me resultan profundamente literarios. 

Todo empezó con el libro de relatos 'Días contados', de Xosé Cid Cabido. Publicado en 1991, la obra –en gallego– incluye un cuento de 12 páginas titulado «Soamente unha vez», que comienza en una calle de Vigo, próxima a la zona de vinos, entre Príncipe y Venezuela, en una tarde de 1971. Su protagonista, un zapatero cojo de cuarenta y tres años, se resguarda de la lluvia en un portal, a pocos metros de un buzón verde, de uso exclusivo para carteros. De pronto, se abre la puerta del buzón y sale un hombre con aspecto feliz, que arrima la puerta y se marcha sin preocuparse de nada. El zapatero espera unos minutos, a ver qué pasa. Pero no pasa nada. Solo llueve un poco menos, circunstancia que aprovecha para acercarse al buzón y asomarse a la puerta. Entonces distingue una trampilla metálica en el suelo, la levanta, y debajo descubre un pozo con una escalera, y al fondo, una potente luz blanca. Decide bajar y llega a una galería que empieza a recorrer, y que desemboca en nuevas galerías, en las que hay un sinfín de puertas numeradas, pero cerradas. Cada vez que alcanza una bifurcación toma la de la derecha, y así hasta que encuentra una puerta abierta, tras la que hay una cortina roja, que, al descorrer, deja a la vista un inmenso espacio con cientos de personas en trajes de gala. 

El relato continúa y es fantástico. Al acabar de leerlo ya nunca se vuelve a mirar a un buzón azul con indiferencia, sin fantasear con que su interior conduce a otro mundo. He ahí una simple muestra del poder de la literatura, capaz de transformar para siempre nuestra relación con la realidad.

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