Aquellos ‘maravillosos’ años noventa
Los chavales de 1993 y los de 2023 quieren ser auténticos, aunque se rían de la etiqueta. Gestionan la precariedad o la frustración de modos distintos
Miqui Otero
Escritor
No hay nada peor que alguien que diga: “Yo es que soy muy auténtico”. Bien, sí, Artur Mas, cuando en una campaña afirmó que su principal problema era ser “demasiado guapo”.
Hay variaciones. Si alguien afirma “es que yo soy muy tonto”, probablemente sea DEMASIADO listo (o listillo) y si dice que es “ante todo una persona honrada”, pálpate disimuladamente la cartera y cámbiala del siempre vulnerable bolsillo trasero al más fiable bolsillo delantero.
Y, sin embargo, crecimos con la idea de intentar ser “auténticos”.
Del esfuerzo como actitud indecorosa, de la apatía generacional, de la repulsa hacia el éxito convencional, de opinar sobre un desconocido como actitud ordinaria y fiscalizadora, habla el estupendo ensayo 'Los noventa', de Chuck Klosterman, que acaba de editar Península.
En esa década, a la generación X se le acusaba de ser la más apática de la historia, pero como sus jóvenes “solían responder con desinterés, validaban sin darse cuenta la afirmación original”. Su actitud vital dialogaba bien con su ropa: camisas de franela a cuadros, tejanos raídos, mimado descuido.
Cualquier triunfo demasiado rotundo quedaba ensombrecido por la nube de la sospecha: si gustabas demasiado, algo malo hacías. Esto generaba ansia de autenticidad y también ciertas situaciones forzaditas, como cuando Nirvana aceptaron ser entrevistados en una gran revista musical, pero su líder, Kurt Cobain, apareció en la portada con una camiseta donde se leía... “Las revistas corporativas apestan”.
Quizás es que no nos sentíamos muy importantes. Se había escrito que la Gran Historia había acabado. En el trabajo quizás fuéramos más sumisos, porque nos veíamos menos especiales (y porque nos habíamos creído aún la idea jesuíta del éxito por el trabajo). Pero es que quizás no lo éramos, porque para empezar éramos sustituibles: tras 277 intentos se logró combinar el ADN de la célula de una oveja con el óvulo de otra, clonando el primer mamífero (se llamó Dolly, en homenaje a Dolly Parton, porque la célula era de glándula mamaria). Eso por no hablar de 'Jurassic Park'. Era cuestión de tiempo que nos clonaran a nosotros, si no estudiábamos algo (¿Derecho?) útil.
Además, los éxitos de la época eran 'Loser', de Beck, o 'Creep', de Radiohead. Esto es, perdedor y rarito. Y Smashing Pumpkins decían que éramos menos de cero. El primer póster que vi en casa de un amigo del colegio era, de nuevo, de Cobain, y en él se leía: “Me odio y quiero morirme”. A los 13 años, andábamos pletóricos de autoestima.
No esperábamos gran cosa de nosotros y, por eso, tampoco se lo pedíamos al resto. Si en esa última época sin internet alguien hubiera formulado la pregunta que aparece en Twitter antes de tuitear, la respuesta sería clara. “¿Qué está pasando?”, dice esa casilla. “Nada”, contestarían unos. “Y a ti qué te importa”, otros.
Ya la generación 'millennial', ahora treintañera, era diferente. Por un lado, más politizada, autoconsciente, desprejuiciada (por ejemplo, en una era en la que cualquier música está a un clic de distancia, tiene menos sentido diferenciar la música independiente y auténtica de la 'mainstream' y prefabricada).
Y los nuevos jóvenes son mejores en muchos sentidos: por no esperar ya nada del futuro, pueden criticar sin miedo el presente (un presente de varias crisis en cadena). Al mismo tiempo, la autenticidad es algo más dúctil: es auténtico lo que yo decido que lo sea. Así, una defraudadora de Hacienda puede ser un icono feminista (en los 90, hablaríamos de Bikini Kill) o se mantienen discursos ultracombativos en medios pagados por marcas (recuerden la camiseta de Cobain). O la propia identidad es cambiante: nada me fascina más que ese perfil de persona (no necesariamente millennial) que en Twitter acentúa muy histriónicamente su (dudosa) pobreza y conciencia de clase, mientras en Instagram filtra muy fotogénicamente su bonanza, acentuando su (aún más dudosa) riqueza.
En realidad, los chavales de 1993 y los de 2023 quieren ser auténticos, aunque se rían de la etiqueta. Gestionan la precariedad o la frustración de modos distintos. Y tanto entonces como ahora, quien presume demasiado de serlo es, precisamente, quien se enfrenta a mayores contradicciones. Lo primero es, al menos, reconocerlas, aunque sea 30 años después.
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