Artículo de Ignacio Álvarez-Ossorio

Irak: paisaje después de la batalla

El principal beneficiado de aquella aventura militar fue Irán, y el gran perdedor, Arabia Saudí

Policías iraquíes inspeccionan el sitio de un ataque con bomba.

Policías iraquíes inspeccionan el sitio de un ataque con bomba. / REUTERS/Habib

Ignacio Álvarez-Ossorio

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En estos últimos 20 años, Oriente Próximo ha experimentado drásticos cambios. Probablemente el país que más ha cambiado sea Irak, que, en tan solo dos décadas, ha dejado de ser una de las dictaduras más sangrientas de la región y se ha convertido en una democracia en la que, periódicamente, se celebran elecciones libres y transparentes. Una democracia, eso sí, del todo imperfecta, puesto que buena parte de los partidos con representación parlamentaria tienen una agenda sectaria y perciben a sus rivales más como enemigos que como iguales.

El orden internacional también ha sufrido importantes transformaciones, puesto que la posición de Estados Unidos como líder indiscutible en Oriente Próximo se ha erosionado, lo que ha permitido que China gane posiciones y establezca una asociación estratégica con algunos de los tradicionales aliados de Washington, como Arabia Saudí o Emiratos Árabes Unidos. La Administración de George Bush Jr. dilapidó buena parte del prestigio que Washington había acumulado en el pasado con su intervención unilateral sobre Irak sin el aval de las Naciones Unidas. Ni existían armas de destrucción masiva ni tampoco Sadam Husein albergaba bases de Al Qaeda, los dos pretextos esgrimidos para justificar la invasión del país árabe.

Peor aún, la eliminación del sátrapa iraquí no generó ningún círculo virtuoso que favoreciese la democratización de la región, ya que los regímenes autoritarios siguen siendo la norma y no la excepción en el golfo Pérsico. Tampoco se resolvieron los conflictos enquistados desde hacía décadas. Más bien al contrario, porque aparecieron otros nuevos de difícil resolución. Irak se convirtió en un Estado fallido en el que las variopintas milicias armadas impusieron su autoridad y se repartieron los recursos generando la época de mayor inseguridad y violencia en la historia reciente del país. Cientos de miles de personas fueron asesinadas, mientras que millones se vieron obligadas a huir de sus hogares y se convirtieron en refugiadas o desplazadas.

La caótica gestión del dosier iraquí pasó factura a la credibilidad de Estados Unidos, sobre todo entre sus principales aliados que, por primera vez, fueron conscientes de su debilidad. El principal beneficiado de esta aventura militar fue el Irán de los ayatolás que, por arte de magia, vio cómo desaparecía su archienemigo Sadam Husein, quien lanzara, en 1980, una cruenta guerra de agresión que se prolongó durante una década. No solo eso, sino que la instauración de un sistema electoral basado en el peso demográfico de cada una de las comunidades etnoconfesionales permitió que los partidos islamistas chiís, estrechos aliados de Teherán, se hicieran con el control del gobierno. El gran perdedor fue Arabia Saudí, que contempló cómo Irán, su principal rival, extendía su órbita de influencia y tutelaba, a partir de entonces, un país tan importante en términos simbólicos, porque desde tiempos remotos Irak ha marcado la frontera entre los mundos persa y árabe, así como entre el islam suní y chií.

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