Fèlix Millet: primero refundador, luego saqueador
La ejemplaridad del catalanismo, y más la del catalanismo cultural, quedaba maculada a partir del caso Palau
Xavier Bru de Sala
Escritor y periodista.
Cuando, a mediados del 2009, saltó el terrible escándalo del 'caso Palau', una persona muy cercana a Fèlix Millet i Tusell y con cierto ascendiente sobre él le llamó, indignado, para pedirle explicaciones. Su respuesta: "Tranquilo, que esta vez no he hecho nada". Remárquese "esta vez". He aquí su antecedente más sonado. En 1983, le había ido de poco que las dos semanas pasadas en prisión preventiva no se convirtieran en una larga condena por estafa a Renta Catalana, pero el asunto se pudo tapar y solo le cayeron dos meses y una multa simbólica. Con este historial, debería haber abandonado la presidencia del Orfeó Català, una de las asociaciones primordiales de la cultura popular catalana, fundada por su tío abuelo, el maestro Millet, y que había ocupado su padre, el riquísimo empresario y mecenas Félix Millet i Maristany. Pero el ilustre apellido de la estirpe, unido a su irresistible simpatía y a una capacidad inusual de engatusar incluso a los menos desprevenidos, le sirvieron de mucho. De mucho más de lo que merecía.
Antes de saquear el Palau, Fèlix Millet mereció y obtuvo el reconocimiento unánime de las autoridades, de los medios y de la gente de la cultura al haber conseguido remodelar el glorioso, vetusto y altamente simbólico edificio del Palau de la Música y ponerlo a la altura de los grandes equipamientos culturales con los que Barcelona se dotaba en ocasión de los Juegos Olímpicos. También es cierto que, a diferencia de todos los demás costosísimos consorcios que regían y rigen estos equipamientos, el Palau recibía, y recibe todavía, unas cantidades casi irrisorias del erario público.
Tanto desde un punto de vista artístico como económico, la gestión se consideraba impecable. Y es probable que lo fuera, al menos hasta el año 1990, cuando efectuó su jugada maestra. Como el propietario del Palau era una asociación, el Orfeó Català, presidida por él pero dotada de una junta formada por socios de buena fe a la que había que rendir cuentas, ideó y creó la Fundació Orfeó Català, mucho más fácil de manipular ya que los patrones eran nombrados por él mismo. La usurpación, porque de eso se trataba aunque nadie se diera cuenta, dejaba a Fèlix Millet las manos libres para hacer y deshacer. La asociación Orfeó no podía sufrir tantos años de saqueo impune. La asociación Orfeó no podía servir de tapadera para los más de cinco millones de euros probados de financiación irregular de Convergència. La fundación privada era, sin que lo supieran ni los vicepresidentes ni los patronos, idónea para ambas emparejadas y desvergonzadas actividades.
Según la pública sentencia que le condenó, a él ya su mano derecha Jordi Montull, el saqueo comenzó ese mismo año 1990. Mientras con una mano excelía en el saqueo, con la otra prosiguió su obra de mejora del Palau con lo que fue considerado una auténtica proeza: convencer, o enredar, al mismísimo José Maria Aznar, para que subvencionara las obras del Petit Palau anexo, a cambio de inscribir su ilustrísimo nombre en la sección catalana de la fundación del PP, la FAES.
La ejemplaridad del catalanismo, y más la del catalanismo cultural, quedaba maculada a partir del caso Palau, destapado por la Hacienda española a partir de la imprudencia temeraria de retirar grandes sumas en billetes de 500, no lo olvidásemos. Pero no fue hasta el 2014, mediante una famosa confesión presidencial, cuando el edificio entero de la probidad ética y la supuesta superioridad moral acabó de hundirse sin remisión.
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