Trenes que no entran en el túnel y otros desvaríos
Sobre la lectura del dietario ‘Isla Decepción’, de Rafael Fombellida
Olga Merino
Periodista y escritora
Escritora y periodista. Master of Arts (Latin American Studies) por la University College of London (Beca La Caixa/British Council). Fue corresponsal de EL PERIÓDICO en Moscú en los años 90. Profesora en la Escola d'Escriptura de l'Ateneu Barcelonès. Su última novela: 'La forastera' (Alfaguara, 2020).
Me gustan las islas, o la idea de ellas, y los dietarios, así que hace cosa de un mes, cuando me enteré de la existencia de cierto libro, me volví loca buscándolo hasta dar con él, porque mezclaba ambos conceptos. ‘Isla Decepción’, se titula, y lo editó Pre-Textos hace más de una década. Hermoso título e inhóspito lugar. Isla Decepción es apenas una viruta de lava azotada por el oleaje, entre el archipiélago de las Shetland del Sur y la península Antártica, una isla que no es tal, sino un anillo helado con forma de herradura. De ahí, supongo, el nombre que le puso el descubridor. Esperas echar el ancla en tierra firme y te encuentras con una rosquilla mordida, ‘c'est la vie’.
El autor, Rafael Fombellida, tiene una mirada melancólica y a la vez escéptica, con mordiente de guindilla, de piparra del norte; la mirada del extrañamiento. Empecé ‘Isla Decepción’ saltando párrafos aquí y allá, una forma de leer que se aviene bastante con la naturaleza de un libro donde conviven aforismos, entradas de diario, microrrelatos, breves apuntes del natural en los que asoma, de vez en cuando, el paisaje de Cantabria. Fombellida nació en Torrelavega.
CARAS HASTIADAS
En el picoteo lector, aparece un fragmento que habla de los trenes sentimentales, esos que maduraron silenciosamente desde el carbón hasta la electricidad atravesando maizales que se acabaron zampando las conurbaciones. Un paisaje antes rural salpicado por apeaderos con nombres modestos donde sube y baja gente normal, a sus cosas. Enfermeras, novios ilusionados, un estudiante de Caminos, jubilados, el que va a sacarse el carnet de conducir, los obreros de la química Solvay, «caras hastiadas, brutas, acribilladas a bostezos, desplomadas de sueño».
Al tropezar con el párrafo no puedo por menos que acordarme del fiasco de los trenes de cercanías en Cantabria y Asturias, la antigua FEVE, los ferrocarriles de vía estrecha, una chapuza monumental por la que han dimitido esta semana el presidente de Renfe y la secretaria de Estado de Transportes. Un escándalo bautizado como ‘Fevemocho’ o ‘Gálibogate’. Resulta que Renfe encarga en 2020 la fabricación de 31 convoyes para el norte que no entran en los túneles, el fabricante lo advierte, avisa y el expediente se queda cogiendo polvo en la mesa de un despacho hasta que se destapa el pastel de rica miel. En resumidas cuentas, no habrá trenes nuevos hasta 2026. Pasan las cosas tan deprisa que no se alcanza a sacarles punta. Y una se queda pensando en las gentes de los apeaderos, cada día el mismo trayecto, los gestos de rutina y cansancio, cada uno en sus cuitas, preocupados, en un dejarse ir en el balanceo, escribe Fombellida, la visión perdida «en la neblina, en patios traseros del extrarradio». Pasajeros de la Isla Decepción.
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