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Ucrania, una guerra mundializada

Soldados ucranianos sobre un cañón en el frente de Bajmut, el 26 de diciembre.

Soldados ucranianos sobre un cañón en el frente de Bajmut, el 26 de diciembre. / CLODAGH KILCOYNE / REUTERS

Albert Garrido

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El título del informe previo a la Conferencia de Seguridad de Múnich que este fin de semana se celebra en la capital de Baviera no puede ser más expresivo: Cambiar el rumbo: desaprender la impotencia. Tal impotencia es un “estado de ánimo colectivo”, que tiene que ver con la sensación de inevitabilidad de la guerra de Ucrania, de su desarrollo sin que quepa una atenuación del conflicto para que no gane terreno todos los días la impugnación del statu quo y de una relación entre los estados regida por reglas. “Lo que hace que este estado de ánimo sea tan peligroso -se dice en el informe- es que conlleva el peligro de que el mundo no afronte los retos a los que se enfrenta, aunque disponga de los recursos, las estrategias y los instrumentos necesarios para hacerlo”. Y en esta situación, se acrecienta la sensación de vulnerabilidad de las democracias liberales.

Estas reflexiones y muchas otras contenidas en las 176 páginas del informe sitúan la invasión de Ucrania, próxima a cumplir un año, como el elemento central de distorsión, de forma que la palabra seguridad que da título a la conferencia anual versa en realidad sobre la creciente inseguridad en Europa -pero no solo en ella- y la posición de los revisionistas, un término empleado por el presidente de la conferencia, Christoph Heusgen, para referirse a Rusia y China. De tal manera que de forma implícita se propone como elemento de discusión cuáles son las dinámicas de poder en la comunidad internacional y la repercusión global de conflictos regionales. O lo que es lo mismo, la mundialización de los conflictos a partir de una crisis específica, que puede no entrañar el riesgo de desencadenar una guerra mundial, pero sí tener repercusión en todas partes.

La guerra de Ucrania es un conflicto de esa naturaleza. China quiere aprovechar el foro de Múnich para hacer una propuesta de cese de las hostilidades en Ucrania; los participantes occidentales, a contar desde la vicepresidenta de Estados Unidos, Kamala Harris, se proponen poner de relieve su compromiso con Ucrania y el derecho de este país a recuperar el territorio ocupado por Rusia. La iniciativa china, sin embargo, no tiene a priori visos de ser mucho más que el aprovechamiento de la ocasión para presentarse ante el auditorio como la gran rival en la pugna por la hegemonía, porque es hartamente improbable que los contendientes estén dispuestos a aceptar otro desenlace que no sea la victoria en el campo de batalla. La necesidad de la victoria por las armas se ha convertido en algo imperioso para Ucrania, que arriesga su futuro como Estado soberano, y para Rusia, que ha puesto acaso en juego la supervivencia del régimen, de su influencia a escala mundial y de los intereses de las élites nacidas de las cenizas de la Unión Soviética.

La escritora Monika Zgustova publicó en mayo pasado un artículo en el diario El País en el que desarrolla la tesis de que Vladimir Putin cree que la guerra fría no fue más que la continuación de la Segunda Guerra Mundial, que asiste a Rusia el derecho a recuperar territorios perdidos con la desaparición de la Unión Soviética y que debe Rusia compartir algo más que seguridad con Europa, de Vladivostok, extremo oriental de Siberia, a Lisboa. Zgustova se remite al discurso pronunciado por Putin en la Conferencia de Seguridad de Múnich de 2007, donde expuso un programa específico de reparación de cuanto perdió Rusia a causa del hundimiento de la URSS, “la mayor catástrofe geoestratégica del siglo XX”, en opinión del presidente de Rusia.

El recordatorio de Zgustova es explicativo de lo sucedido en años siguientes y también del error de cálculo cometido por la OTAN en términos de seguridad al alcanzar la frontera oriental de Rusia. Cuando en el transcurso de la reunión de la Alianza celebrada en abril de 2008 en Bucarest, a la que asistió Putin, se abrió la puerta al ingreso de Ucrania y Georgia, en el Kremlin sonaron todas las alarmas. En agosto de aquel año, Rusia absorbió parte del territorio georgiano al final de una corta guerra, y a partir de entonces y hasta hoy las relaciones de Occidente con Rusia no hicieron más que degradarse. Al mismo tiempo, la competencia de China y Estados Unidos, exacerbada al extremo durante la presidencia de Donald Trump y dejada tal cual por Joe Biden, hizo posible la consagración de la alianza estratégica de Moscú con Pekín que permite al presidente Xi Jinping surfear en un mar de ambigüedades a propósito de la guerra en Ucrania.

Una política menos expansiva de la OTAN es posible que hubiese evitado el paroxismo del último año, pero es dudoso que hubiese llevado a Putin a limitar su enfoque imperial de la historia rusa, de la que fue heredera la Unión Soviética y la articulación a su alrededor de un espacio de seguridad, el cinturón de países alineados en el Pacto de Varsovia. De todos los grandes imperios que llegaron hasta el siglo XX, Rusia fue el único que no pasó por un proceso de descolonización y adecuación de sus dimensiones a nuevas realidades, y su condición de Estado-continente quedó siempre a salvo, incluso en sus periodos de mayor incertidumbre, con el doble influjo europeo y asiático, separado por los Urales. El proyecto político de Putin es depositario de ese legado, transfigurado en un nacionalismo sin fronteras que entiende que es inseparable de Rusia todo espacio de mayoría rusófona -el Donbás lo es-, aunque tal doctrina violente el statu quo con grave riesgo.

En 1999, el periodista italiano Antonio Polito hizo una larga entrevista a Eric Hobsbawm, publicada luego en forma de libro. Entre los muchos asuntos abordados, el gran historiador se refiere a la naturaleza de los regímenes comunistas y específicamente al soviético, a la herencia dejada por la naturaleza “genuinamente nacional” que tuvo la Segunda Guerra Mundial. Y precisa: “Cuando nos preguntamos qué es lo que el comunismo ha dejado en Rusia, debemos prestar gran atención a la experiencia de la guerra”. Lo que le lleva a formular la siguiente tesis, de aplicación en algunos de los estados surgidos de la descomposición de la URSS: “Allí donde había formas preexistentes de nacionalismo, que tal vez no eran necesariamente antisoviéticas, estas se vieron obligadas por la historia a desempeñar un nuevo papel, mayor y más importante”. El aserto vale para la comunidad ucraniana y también para una parte de la minoría de cultura rusa en Ucrania.

¿Puede darse salida a la guerra mediante alguna fórmula negociada sin que antes enmudezcan las proclamas nacionalistas? ¿Cabe afrontar el debate sobre la seguridad en medio de intangibles emocionales mientras subsista la utilización interesada de los rasgos identitarios de dos comunidades? Quizá se pueda soslayar en Múnich el factor nacional al que Vladimir Putin se remite desde mucho antes de que estallara la guerra, pero en el campo de batalla de la propaganda a todas horas la defensa de la nación heredada, del imperio recibido, tiene un peso específico enorme, es un ingrediente prepolítico que permite al régimen ruso soslayar el daño infligido a la seguridad colectiva en Europa y también a escala global cuya reparación no hay forma de adivinar. 

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