Urgencias, primer tramo de la noche
De huelgas, presupuestos y el colapso de la sanidad pública
Olga Merino
Periodista y escritora
Escritora y periodista. Master of Arts (Latin American Studies) por la University College of London (Beca La Caixa/British Council). Fue corresponsal de EL PERIÓDICO en Moscú en los años 90. Profesora en la Escola d'Escriptura de l'Ateneu Barcelonès. Su última novela: 'La forastera' (Alfaguara, 2020).
Dentro, fuera. Arriba, abajo. Blanco, negro.
Te encuentras razonablemente bien y, de golpe, los dados del azar o la mala sombra te colocan en un taxi con rumbo a urgencias, en las zapatillas de andar por casa y con el conductor mirándote de reojo por el espejo retrovisor. La vulnerabilidad es el estado natural del bípedo humano, aunque crea dominar la rienda de esa yegua llamada circunstancias. Escuchas el fragor habitual del tráfico. Los ojos cerrados aguzan el oído durante el trayecto interminable, estilo diligencia, como si el hospital estuviera en Dakota del Sur o más allá de las heladas quimbambas. Te acuerdas de cuando te tronchaste la pierna haciendo el indio sioux. Tenías cinco años, te metieron en el lujo de un taxi y la abuela sacó un pañuelo por la ventanilla, un pañuelo blanquísimo y planchado, para que os cedieran el paso.
Urgencias, primer tramo de la noche. Unas 50 personas a ojo de buen cubero retrospectivo. La sala de espera tiene poco de lo primero —consiste en un pasillo largo y ancho, con asientos de plástico arrumbados contra la pared— y convierte lo segundo, la dilación, en una burbuja de resina llena de fantasmagorías. Concierto de bronquios. Una señora y su nariz rota. Un chaval con un colocón considerable. Un pie operado dos veces que no evoluciona bien. Diarreas recurrentes. En el hospital, la intimidad se colectiviza en un solo cuerpo gigantesco que palpita en multiplicidad de órganos. Ancianos, muchos ancianos. Uno le está relatando a otro que estudió peritaje textil en Terrassa: la espera da para contarse la vida desde el principio. De vez en cuando, el ruido de la máquina de bebidas. Otra ambulancia. El pitido que avisa del turno, como en el súper, en la cola de la charcutería.
CAOS CONSUETUDINARIO
¿Cuántos médicos habrá? ¿Uno? Tal vez dos. ¿Y enfermeros? Oxígeno, una vía, temperatura, tensión arterial, imponer orden en el pasillo, infundir calma sin dar abasto. Y ello un día tras otro, sábados y domingos, sin parar. Rostros duros y cansados. Las urgencias se desbordan por el colapso de la atención primaria. Huelgas por doquier, y con razón. En Catalunya, donde se desconvocó la de principios de febrero por un acuerdo ‘in extremis’, los nuevos presupuestos prometen un aumento del 11% del gasto en sanidad pública, después de años de recortes al hacha.
Entran a un chico de unos 30 años, discapacitado mental, en una de esas sillas de ruedas trotadas que parecen de la guerra del 14. El muchacho está asustado. Agarra el brazo del ‘ambulanciero’ y le grita: «No me dejes solo».
Hay que salvar como sea el suelo que nos sostiene.
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