Artículo de Pilar Rahola

Aprendizaje entre razón y fe

En un luminoso diálogo entre Joseph Ratzinger y Jürgen Habermas en 2004, el teólogo y el filósofo llegaron a coincidencias de enorme importancia

Muere el Papa emérito, Benedicto XVI

Muere el Papa emérito, Benedicto XVI / Europa Press

Pilar Rahola

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Más allá del papa Benedicto XVI, me interesa el teólogo Joseph Ratzinger. Y empiezo así porque soy consciente de que esta simple afirmación remueve el estómago del anticlericalismo clásico, cuya tendencia al simplismo más chapucero daña considerablemente el racionalismo que asegura defender.

Además, no hace falta decir que enseguida sale el rosario de 'maldades' del personaje, las reales, las falsas y las deformadas, entre otras dos fundamentales: su vinculación al nazismo y su complicidad con los escándalos de pederastia. En ambos casos, la verdad es media mentira. Primero, es cierto que con 16 años (como tantos adolescentes alemanes) combatió en la Segunda Guerra Mundial, de la que acabó desertando. Pero nunca fue miembro de las juventudes hitlerianas, ni se le conoce vinculación alguna. Al contrario, fue muy notable su visita a Auschwitz, “como hijo del pueblo alemán”, recordando a Juan Pablo II, que lo hizo “como hijo del pueblo polaco”. Dijo, en oración, “¿por qué, Señor, permaneciste callado?, ¿cómo toleraste todo esto?”. Respecto a la pederastia, es evidente que no fue capaz de asumir la dimensión del escándalo y actuar con celeridad, como inmediatamente hizo el papa Francisco, pero fue quien empezó la lucha contra la red de abusos del clero , tal y como señalaba Jaume Flaquer, jesuita y miembro de Cristianisme i Justícia, en su magnífico artículo del sábado. Y recordaba que "una de las primeras decisiones de Benedicto fue afrontar con valentía el dosier del caso Maciel e intervenir la dirección de los Legionarios de Cristo". Por otra parte, está claro que Ratzinger era un conservador, antiguo prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, desde donde combatió la fusión entre cristianismo y marxismo, aunque, nuevamente Flaquer, “escogió ser más inspirador que guardián”, cuando llegó al Papado.

De su papado se pueden recordar otros momentos convulsos como la oscuridad de las finanzas vaticanas o el famoso 'Vatileaks' (que parece que le desbordó), pero también la generosidad de renunciar al cargo y optar por una 'vita orante' en el monasterio Mater Ecclesiae, al considerar que no podía asumirlo en toda su dimensión. Sea como fuere, es evidente que el papa Benedicto XVI es una figura controvertida, con las luces y sombras pertinentes, pero lo que resulta indiscutible es su espiritualidad y su grandeza intelectual. Y no solo por sus méritos académicos o por hablar diez idiomas y dominar seis, sino por sus profundas reflexiones sobre los abismos de la humanidad y el rol de la Iglesia católica en el seno de la modernidad.

En este sentido, es obligado recordar la antesala de lo que sería su Atrio de los Gentiles (que en Barcelona se celebró en 2012): el luminoso diálogo con Jürgen Habermas en la Academia Católica de Múnich, en marzo de 2004, que personalmente he releído estos días. En él, el filósofo y el teólogo llegan a coincidencias de enorme importancia, desde la convición de que la sociedad actual no puede prescindir de la sabiduría moral de la religión, hasta la afirmación de que la Iglesia católica ha hecho las paces con el Estado de derecho. Dios, pues, no es "una piedra", en la concepción clásica del anticlericalismo, sino una reserva moral que camina de la mano del derecho democrático. En expresión de Habermas, “no se debe negar un potencial de verdad a las visiones religiosas del mundo”, y en pregunta de Ratzinger, nada indica que tendríamos un mundo mejor, que avanzaría en libertades y derechos, si hiciéramos desaparecer la religión. Pero ambos coinciden en una conclusión fundamental: tanto la razón como la fe pueden ser potencialmente peligrosas -desde el terrorismo de base religiosa o los regímenes teocráticos, hasta la bomba atómica o la deshumanización del mercado económico-, de modo que se han de autolimitar y escucharse mutuamente. La razón derivada de la tradición ilustrada debe contener su arrogancia y ser consciente de sus extremos, y la fe derivada de la tradición religiosa debe contar con la razón para vacunarse contra el fanatismo. Es decir, la razón y la fe deben entenderse, no como caminos contrapuestos en la lucha por una sociedad mejor, sino como vías que se encuentran y se complementan. Un aprendizaje mutuo, donde la religión y el derecho pueden encontrarse sin colisionar.