Artículo de Miqui Otero

El chaval que grita el gol de Marruecos

Muchos racistas y clasistas han criticado las muestras de euforia callejera marroquí en ciudades, sin entender qué significa esa victoria inaudita hasta ahora

Celebraciones por la victoria de Marruecos en el centro de Barcelona

Miqui Otero

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Cuando el árbitro pitó y estalló la euforia marroquí por el paso de su selección a semifinales, me acordé de un chaval de 16 años con la cabeza entre las rodillas debajo de un tobogán de un parque del Raval. 

En realidad, el chaval es un personaje, el protagonista del relato 'La vida de un chico inocente', que escribió Hatim Bendachmi (Tánger, 2001) hace tres años en un taller de escritura para adolescentes del barrio que imparto con Juan Pablo Villalobos en la librería La Central.

A Hatim y a su colega dominicano Yeffri Moreta lo conocimos, junto al resto de sus compañeros de camada, hace tres años. A ellos dos, mi socio y yo los llamábamos los eléctricos. Se presentaron al certamen organizado por Blackie Books para escribir, pero gastaban mucha suela en la calle para pintar paredes con sus grafitis, su forma de divertirse y expresarse. Yeffri era expansivo y atrapaba la atención con cualquier historia que explicara. Hatim, más reservado, dibujaba en una libreta mientras debatíamos los cuentos. Que cada uno tenía una modalidad de carisma es algo que sabíamos nosotros, el resto de la clase y, en el fondo, también ellos. 

El relato del que me acordé cuando Marruecos venció a Portugal arrancaba con un 'boom', un golpe en la puerta del baño del protagonista. El chaval (de unos 15 años) escapaba por la ventana y se echaba a la calle semidesnudo. La policía lo perseguía para multarlo por llevar el torso al aire (“como un turista, ya”) y cuando lograba perderlos de vista, otros tipos lo atracaban y le robaban un reloj. No era solo un reloj, sino un regalo que le había hecho su madre a los 11 años. Ese 'boom boom' lo conocía de antes: por lo visto, el padre había golpeado la barriga encinta de la madre porque, al principio, no era un hijo deseado. Más adelante, en cambio, el padre le compraba pelotas de fútbol en el bazar cada vez que el protagonista perdía una y practicaban en los parques. Hasta que, a los 11 años, el padre se separaba de la madre y no volvía. La madre, años después, en paro, lo dejaba en casa de una tía para hacer lo mismo. 

El protagonista huía de todo, 'boom boom', con el corazón al trote, por las calles de Barcelona, mientras recordaba esas y otras cosas. Como cuando, más adelante, decidía presentarse a las pruebas para entrar a jugar en el Español. 'Boom'. Lo cogían. El entrenador, además, se lo llevaba a cenar a casa y le presentaba a su hijo. El protagonista decidía llevar a jugar a fútbol por ahí al pequeño. En todo esto pensaba mientras, el día del cuento, escondía su cabeza entre las rodillas debajo de un tobogán en un parque del Raval.

Eso pasaba en el relato. En el taller en el que se escribió, sucedían otras cosas. Por ejemplo, el primer día yo les preguntaba a esos chavales de 15 años que se definieran con un adjetivo. El 90% contestaban “normal”. Durante esos meses, supieron (supimos, porque aprendemos aún más los profesores) afinar ese “normal” para descubrir lo excepcional. Lo narrable. Lo celebrable. 

Los relatos acabaron editados en un libro. Y el día que lo entregamos, Hatim, siempre muy callado, se me acercó para decirme: “Pero dime, ¿cuál es el mejor?”. Nos reímos. Normal, cómo no reírse. 

En el relato, el fútbol le daba al personaje una razón para sentirse vivo, más allá de la normalidad o del conflicto. En el taller, quiero pensar que la escritura ayudó.

Muchos racistas y clasistas han criticado las muestras de euforia callejera marroquí en ciudades como esta, sin entender qué significa esa victoria inaudita hasta ahora. Dan ganas de insultarlos o de pedirles que lean ese relato. También de que el chaval salga de debajo del tobogán de un parque del Raval, y de las páginas de ese libro de cuentos, para gritar a todo pulmón gol mientras toma la ciudad. Es suya.

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