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China choca con la pandemia

Protestas en China contra las medidas de confinamiento

Albert Garrido

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Mes y medio después de la celebración del 20º congreso del Partido Comunista Chino (PCCh), exaltación sin disidencias de la figura del presidente Xi Jinping, la política de covid cero ha desencadenado una insólita ola de protestas en el país fruto del hartazgo de los confinamientos a rajatabla, de las consecuencias de todo tipo que soporta la población. Si al inicio de la pandemia causó admiración la capacidad de las autoridades chinas para limitar la extensión del mal, hoy quedan pocas dudas acerca de los errores cometidos por quienes diseñaron aquella estrategia en al menos dos apartados: la negativa a incorporar a la campaña de inmunización las vacunas diseñadas en el extranjero, basadas en la tecnología del ARN mensajero, con una efectividad muy superior a las desarrolladas en China, y el hecho de que solo el 20% de la población mayor de 65 años -la más vulnerable- ha recibido la pauta completa de vacunación, que incluye las dosis de refuerzo.

La reacción del Gobierno ha sido una mezcla de autoritarismo y de incapacidad manifiesta de aceptar la realidad: que la estrategia de covid cero es ineficaz y que, no sin dificultades y rectificaciones sobre la marcha, otras formas de combatir la pandemia han dado mejores resultados y las sociedades que las han adoptado han recuperado la normalidad casi por completo. Sigue habiendo contagios, se siguen viendo mascarillas en el transporte público, en la asistencia sanitaria y en situaciones excepcionales, pero ha desaparecido la presión hospitalaria y el número de muertes ha caído espectacularmente. Cuantos pensaron que China dio en 2020 un ejemplo de disciplina y eficacia en una situación de emergencia máxima observan ahora que ha dejado de serlo o no lo es al menos en el rango que le adjudicaron en los meses más oscuros de la pandemia.

El nobel de Economía Paul Krugman ha publicado esta semana un artículo en The New York Times en el que con su habitual capacidad divulgativa, resume con tino las causas de la situación en China: “Está claro que la política de covid cero es insostenible, pero eliminarla significaría admitir el error, algo que no les resulta fácil a los autócratas. Además, relajar las reglas significaría un aumento importante en los casos y muertes”. Y saca una conclusión a la que vale la pena prestar atención: “La autocracia no es, en realidad, superior a la democracia. Los autócratas pueden actuar con rapidez y decisión, pero también pueden cometer grandes errores porque nadie puede decirles que se equivocan. En un nivel básico, existe una semejanza clara entre la negativa de Xi a rectificar su política de covid cero y el desastre de Vladimir Putin en Ucrania”.

A raíz de la reacción del Gobierno chino en cuanto se dispararon las estadísticas de contagio, se escucharon voces sensatas en diferentes lugares que relativizaron la proeza con un argumento que la historia ha demostrado acertado: la congelación del país en tiempo récord fue posible por la naturaleza invasiva del régimen en todos los órdenes del entramado social. La estructura capilar del PCCh -90 millones de militantes- y la ausencia de mecanismos de control del poder hicieron posible el presunto milagro. Tres años después de tenerse las primeras noticias del covid, nada hay en China que obligue al Gobierno a rectificar, a reconocer que lo que fue probablemente útil al principio no lo es ahora y que, en definitiva, es preciso atender a otras voces para mejorar los resultados. Como afirma Krugman, lo que nunca hará un autócrata es reconocer un error sean cuales sean las consecuencias.

Hace cerca de cuarenta años, el pensador francés Edgar Morin se alargó en una larga digresión sobre el orden y la democracia. En la sala de París donde habló el auditorio era mayoritariamente de izquierdas, pero pocos peros puso al convencimiento del conferenciante de que la democracia solo se protege mediante un sistema ordenado de controles y contrapesos. Si desaparece este orden pautado, quienes ostentan el poder se convierten en depositarios de una capacidad de intervención social ilimitada. En las décadas siguientes, se relativizó el punto de vista de Morin cuando se trató de China, afectados muchos análisis sobre la evolución del gran país por logros económicos que nadie pudo imaginar cuando Deng Xiaoping puso en marcha la reforma del sistema. Los índices de crecimiento deslumbraron en los salones de la economía global, aunque autores como Ted. C. Fishman alertaron sobre la otra cara de la moneda: “China continúa siendo una tierra de represión política con mano de hierro y, sobre todo en el ámbito local, de gansterismo gubernamental generalizado”.

Los sucesos en China de estas últimas semanas subrayan de nuevo el carácter inmutable del régimen. Después del episodio de Tiananmen (1989) se multiplicaron las alertas por el sesgo del reformismo chino, pero con el discurrir de los años los índices de crecimiento hipnotizaron a los profetas del siglo de China a pesar de las razones que aconsejaban acercarse al fenómeno con cautela. Hubo siempre suficientes datos sobre la mesa para moderar la admiración. Quizá el mayor logro de la crisis de la pandemia sea justamente refrescar la memoria a quienes pensaban que el hecho de que China sea la fábrica del mundo compensaba el carácter autocrático del régimen.

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