El devenir de la guerra
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Malos presagios en Ucrania

Mientras en Europa domina la idea de que no hay paz posible sin concesiones por ambas partes, EEUU mantiene la estrategia de desgaste de Rusia que alarga la guerra

Cortes de luz en ciudades de Ucrania tras ataques rusos

Cortes de luz en ciudades de Ucrania tras ataques rusos / OLEKSANDR GIMANOV / AFP

Cumplidos nueve meses de la invasión de Ucrania, la guerra ha adquirido un nuevo cariz al generalizarse los ataques rusos contra infraestructuras ucranianas con el propósito de llevar a Volodímir Zelenski a la mesa de negociación para acordar con él un cese de las hostilidades que recoja las exigencias de Vladímir Putin desde el inicio de la guerra. Al mismo tiempo, la brutalidad del conflicto ha alcanzado su máxima expresión con las imágenes de la ejecución sumaria de soldados rusos en la región de Lugansk –la ONU estima que la grabación es muy probable que sea auténtica– y las acusaciones ucranianas de que el Ejército invasor habilitó espacios para torturar a menores y ocultó explosivos en juguetes durante su retirada de Jersón. Aderezado todo con el intercambio de acusaciones de crímenes contra la humanidad.

Lo cierto es que en medio del fragor de la batalla es cada vez más imperiosa la necesidad de dar con una fórmula que permita, cuando menos, dar con un espacio de diálogo, siquiera sea a través de intermediarios. Si tal cosa no es posible y el invierno impone su ley, son de temer tragedias mayores de las conocidas hasta la fecha, especialmente para la población ucraniana, sin los recursos mínimos para calentarse, y también para los invasores, obligados a soportar los rigores de un territorio congelado.

Si al principio de la guerra se multiplicaron las apelaciones al derecho internacional y a la eventual resurrección de los acuerdos de Minsk de 2014, que debían otorgar una amplísima autonomía a las provincias de Lugansk y Donetsk dentro de Ucrania, ahora se ha impuesto una nueva realidad: no hay paz posible sin concesiones por ambas partes. Esa es la doctrina dominante en las cancillerías europeas, pero no lo es en la Casa Blanca, donde sigue en vigor el discurso de la victoria ucraniana y se descarta la hipótesis de una resolución del conflicto sin vencedores.

La razón de tal divergencia de fondo entre Europa y Estados Unidos es el coste que la guerra está teniendo para la Unión Europa, el temor a que un alargamiento sine die de las hostilidades dañe la economía más de lo que ya lo ha hecho y el miedo a que el suministro de energía se instale en una crisis permanente que encarezca el gas y el petróleo y dañe la cadena de suministros. A ello deben añadirse las incertidumbres sobre el grado de seguridad en las tres centrales nucleares que controla el Gobierno ucraniano y en la gigantesca central de Zaporiya, en poder del Ejército ruso desde las primeras semanas de la guerra. Dicho de otra forma: las repercusiones de la guerra de Ucrania son algo inmediato para los europeos que, sin embargo, se ven obligados a sumarse a la estrategia general de desgaste de Rusia diseñada por Estados Unidos, poco afectada por la crisis su vida cotidiana.

En tales circunstancias, son un mal presagio las declaraciones de Jens Stoltenberg, secretario general de la OTAN, sobre el convencimiento de la Alianza de que la guerra va para largo, sobre la necesidad de considerar la asignación a defensa del 2% del presupuesto de cada socio como un mínimo y no como un tope y la inevitabilidad de multiplicar la ayuda a Ucrania. No es este el clima de atenuación que Xi Jinping y Olaf Scholz dijeron perseguir en la reunión que mantuvieron en Pekín hace unos días a fin de evitar una nueva guerra fría que, de forma directa o sobrevenida, afectaría a Estados Unidos, China, Rusia y la Unión Europea. El único camino para evitar que tal degradación se concrete es que Rusia y Ucrania asuman la realidad de que alguna concesión deberán hacer para detener la matanza.