La ultraderecha española

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El ocaso de Vox

El desconcierto de los de Abascal merma sus posibilidades de desestabilizar las instituciones democráticas e impulsar una involución

Santiago Abascal.

Santiago Abascal.

El fiasco de Vox en las últimas elecciones andaluzas parece haber marcado un frenazo radical de lo que hasta entonces se vislumbraba como un ascenso imparable de la extrema derecha en España, lo que representa una buena noticia, sin lugar a dudas, para la salud de la democracia española. Hasta ese día de junio pasado, los sondeos mostraban un ascenso acorde, aunque no todavía tan elevado, con el que están registrando sus partidos homólogos en otros países europeos, Italia, por ejemplo, donde más recientemente se han celebrado elecciones y donde los correligionarios de Santiago Abascal ya gobiernan. Pero las expectativas de Vox en Andalucía, donde aspiraban a participar en el Ejecutivo, como habían conseguido hacer poco antes en Castilla y León, fracasaron ante la inesperada mayoría absoluta del PP de Juan Manuel Moreno, lo que dejó a la extrema derecha condenada a la más absoluta irrelevancia. Con la paradoja, además, de que sus esperanzas electorales quedaron arrasadas por el principal referente del ala moderada de los populares, la más próxima al líder, Alberto Núñez Feijóo, que acababa de ser proclamado dos meses antes. 

Han sido precisamente la llegada de Feijóo al liderazgo del PP y su rápida subida en las encuestas -ahora más mitigada- y la mayoría absoluta de Moreno las que han provocado el declive de Vox. Básicamente porque los electores de la derecha han visto en el expresidente gallego a la persona con capacidad para recuperar el poder y desalojar a Pedro Sánchez de la Moncloa y eso contribuye a que el voto conservador, que un día estuvo concentrado en el PP, pero que se fragmentó en tres, empiece a volver a su antiguo redil. De hecho, después de las elecciones castellanoleonesas la fuga de votos de Vox al PP era del 10% y tras el revés andaluz escaló hasta el 28%. El barómetro del CIS de octubre, que otorga tan solo el 8,8% de los votos a la que ahora es la tercera fuerza política en el Congreso de los Diputados, situaba esa fuga de electores al PP en el 22,7%. Una cuarta parte, por tanto, de los votantes abandonarían a las huestes de Abascal y volverían al que parece su refugio más seguro, el PP.

El resultado andaluz y la caída en las encuestas han abierto además un grave crisis interna en Vox, con la salida de la que fue portavoz en el Congreso y candidata en Andalucía, Macarena Olona, una de las dirigentes estelares de ese partido, que amenaza con lanzar su propio proyecto político esta misma semana, en un remedo de lo que hizo Éric Zemmour con Marine Le Pen en Francia. Es pronto para adelantar cuál puede ser el arrastre de Olona, que en las andaluzas no fue muy grande, y, por tanto, qué efectos tendrá en el voto de Vox, pero es seguro que algún daño le puede hacer. Los dirigentes de la extrema derecha parecen conscientes de su crisis. En las últimas semanas se han mostrado confundidos y sin atinar con la clave para recuperar el fuelle electoral, cuando no arrastrados por estrategias tan perniciosas para la salud democrática como los insultos del burdo vicepresidente del Gobierno de Castilla y León, Juan García-Gallardo, que llama «imbécil» a su antecesor, Francisco Igea, o califica al PSOE de «banda criminal».

El ocaso de Vox, que merma sus posibilidades de desestabilizar las instituciones democráticas e impulsar una involución en los derechos civiles, sociales y medioambientales, es en sí mismo un hecho positivo, que el PP, que puede perder la posibilidad de sumar con los ultras la mayoría suficiente para gobernar, tiene que saber administrar, presentándose a la franja de electorado que comparten como una alternativa razonable y diferenciada, sin ceder a algunas tentaciones de mimetizar elementos de su discurso y de su práctica política cotidiana.