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Editorial
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Editorial
Meloni echa a andar
Cien años después de la Marcha sobre Roma, de nuevo una crisis social alimenta el asalto a las instituciones. Pero los contrapesos no son los mismos
Cuando se cumplen cien años de la Marcha sobre Roma es inevitable volver la vista atrás y buscar similitudes y diferencias entre la Italia que hizo posible la ascensión de Benito Mussolini al poder y la que ha hecho primera ministra a Giorgia Meloni, líder del partido neofascista Hermanos de Italia. Porque a pesar de que el martes aseguró Meloni en la Cámara de Diputados que «nunca sintió simpatías por los regímenes autoritarios, incluido el fascista», es imposible olvidarse de sus declaraciones de hace unos años en las que se dedicó a destacar cuanto de positivo para Italia veía ella entonces en el régimen fundado hace ahora un siglo.
Si una crisis social galopante propició entre 1919 y 1922 que el asedio al poder del fascismo cuajara en un asalto a las instituciones y la liquidación del sistema parlamentario, la fractura social en curso reúne muchos ingredientes para procurar un nuevo terreno de juego que facilite las cosas a los herederos de la experiencia mussoliniana. Pero, también, muchos más contrapesos. Por más que lo niegue, entre el MSI de Giorgio Almirante, administrador confeso del legado fascista en la posguerra, y Hermanos de Italia hay un vínculo indiscutible que pasa por la Alianza Nacional de Gianfranco Fini, que llegó a presidir la Cámara de Diputados y fue ministro de Asuntos Exteriores. También es cierto que justamente la experiencia de Fini ya fue un primer paso de aclimatación de ese espacio político a las reglas del juego del sistema democrático. Pero no todo se acaba con la formación de Meloni: completa el árbol genealógico de la ultraderecha italiana una parte no menor de Forza Italia, el partido de Silvio Berlusconi, y de La Lega del halcón Matteo Salvini.
Con todo, el doble compromiso de Italia con la OTAN y, sobre todo, con la UE, y las cautelas impuestas por los poderes fácticos de la sociedad italiana limitan el margen de maniobra a Meloni. De hecho, ella misma se ha ocupado en destacar que secunda hasta la última coma la posición occidental en la crisis de Ucrania -el peligro viene aquí más por el lado de Berlusconi- y ha manifestado el propósito de su Gobierno de respetar las reglas que rigen en Bruselas aunque «sin ser subalterno y sin complejos de inferioridad». Está por ver si esta coletilla es solo una declaración para consumo interno o si Meloni se saldrá de la ortodoxia en materia fiscal y de control del gasto cuando se instale la recesión en la Eurozona.
Tiene justificación inmediata el temor de que la mano dura se imponga ya en políticas que interesan directamente el respeto por los derechos humanos. Es demasiado reciente la experiencia de Matteo Salvini en el Ministerio del Interior, con su gestión sin piedad de los flujos migratorios; son de plena actualidad las opiniones de Romano La Russa, asesor de Meloni, que ha expresado repetidamente su admiración por el fascismo y ha arremetido contra la comunidad LGTBI. Es demasiado próxima la propia intervención de Meloni en un mitin de Vox para suponer que, sobre todo la política interior, no se verá afectada por el sesgo ideológico del nuevo Gobierno, aunque la primera ministra se defina ahora como alguien cuyas decisiones serán siempre de orden práctico.
El auge de la extrema derecha en Europa hace posible este doble juego: disciplina europea en la política exterior, con bastantes matices a la hora de la verdad, y acentuación ideológica en el interior. Las sucesivas debacles y reorganizaciones en el sistema italiano de partidos a partir de 1992 facilitan tal duplicidad en grado sumo ante una opinión pública escéptica y una clase media empobrecida por las crisis encadenadas desde 2008, que han erosionado el pacto social más allá de toda previsión. Meloni sea posiblemente más un peligro para la convivencia y las libertades en su país que para la estabilidad de la UE. Lo que no es poco.
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