Artículo de Alfonso Armada

Sodoma, Gomorra y la salvación del mundo

Cuando empezamos a admitir como normal quemar gas y derrochar electricidad para domesticar la intemperie es que hemos extraviado la conciencia

Piscina en el ático de un edificio

Piscina en el ático de un edificio

Alfonso Armada

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A comienzos de este curso inenarrable, antes de la invasión de Ucrania, antes de la ola de calor, antes de los incendios y la insidiosa sequía, me referí ante un grupo de jóvenes estudiantes de un máster de periodismo (todos titulados universitarios) al hijo pródigo. Me di cuenta de que esa figura no les decía nada. ¿Qué les dirá entonces Sodoma y Gomorra?

Fueron esas las ciudades que Yavé prometió no convertir en fosfatina si en su censo había algún alma digna de ser salvada. Las que yo invoco ante las estufas que templan la intemperie. Cuando empecé a descubrirlas en los locales más supercalifragilísticos de Nueva York y, poco después, en toda nuestra geografía del ocio pensé (como un profeta iracundo) que no tenemos perdón de Dios, que por aberraciones así merecemos que una bola de fuego nos borre de la faz del universo.

¿Cómo es posible que celebremos como signo de progreso y confort caldear la calle, para que los que se lo puedan permitir no pasen frío mientras cenan, beben, fuman? Cuando empezamos a admitir como normal quemar gas y derrochar electricidad para domesticar la intemperie (no digamos dilapidar el agua, llenar piscinas, entibiarlas…) es que hemos extraviado la conciencia. Algo parecido me embargó cuando una amiga estadounidense me llevó en su descapotable con la capota abierta y la calefacción lamiendo nuestras extremidades inferiores. O cuando un senador de la estirpe de Dick Cheney (el vicepresidente que llevaba del hocico al segundo y más indocumentado de los Bush) montó en cólera cuando los aguafiestas del cambio climático hablaron de la necesidad de reducir las emisiones de CO2 a la atmósfera y el consumo. El padre de la patria esgrimió su sacrosanto derecho a vivir como la primera potencia mundial (“porque nos lo podemos permitir”). Tuvo la humorada de añorar unos ciclópeos retretes de porcelana y madera, capaces de descargar seis litros de agua cada vez que el legislador sentaba sus posaderas para obrar. Nikita Jruschov se dio cuenta de la derrota de Moscú frente a Washington cuando, sobrevolando California, contempló un mosaico de piscinas. ¿Es éticamente defendible una piscina privada, cuando el mundo se muere de sed y el agua va camino de convertirse en un bien más escaso y valioso que el petróleo?

Tengo sobre la mesa recortes de prensa (quien cita al hijo pródigo y todavía lee periódicos de papel es un dinosaurio) que he ido atesorando este agosto de señales no sé si del fin del mundo o del fin de un mundo. No le va a gustar que lo cite aquí. Fue uno de los primeros artículos que publiqué en el 'El País'. Era 1985 y se titulaba “La fusión nuclear imita el mecanismo del Sol”, con este subtítulo: “Investigadores españoles participan en la creación de una energía prácticamente inagotable”. Ex compañero del colegio mayor San Pablo, el ingeniero industrial Javier Sanz era uno de ellos, uno de mis mejores amigos y el que me presentó al amor de mi vida. Pasó un tiempo en Estados Unidos y uno de sus jefes en el laboratorio de Livermoore nos dijo que el modelo matemático creado por Javier para calcular la estructura de un reactor capaz de soportar la fusión nuclear era tan elegante como admirable. Le he vuelto a ver este verano, que parece antesala del invierno de nuestro descontento y le volví a preguntar a cuántos años estamos de disponer de una fuente de energía prácticamente inagotable y más limpia que los reactores de fisión. Me dijo que más pronto de lo que imaginamos.

Ojalá. Daniel Bernabé recordaba recientemente la película 'Cuando el destino nos alcance' (Soylent Green). Estrenada hace medio siglo, imaginaba un 2022 en el que nada marcha bien y la gente hará lo que sea para conseguir lo necesario. El filme planteaba que la industrialización del siglo XX había llevado al mundo a un grado de hacinamiento, contaminación y calentamiento que lo había convertido en un invernadero inhabitable. Como ahora, muchos lugares de India o Pakistán. ¿A qué estamos dispuestos a renunciar? ¿A las estufas a la intemperie, las piscinas privadas, el automóvil? Nunca he tenido ni coche ni moto. Nunca he aprendido a conducir. Adoro el transporte público. ¿Utopías? Para mí el buen tiempo es cuando llueve mansamente, y luego asoma el sol.

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