La tarea de vaciar los cajones
En el proceso de hacer sábado, los objetos, trastos y cachivaches cogen vuelo espiritual
Olga Merino
Periodista y escritora
Escritora y periodista. Master of Arts (Latin American Studies) por la University College of London (Beca La Caixa/British Council). Fue corresponsal de EL PERIÓDICO en Moscú en los años 90. Profesora en la Escola d'Escriptura de l'Ateneu Barcelonès. Su última novela: 'La forastera' (Alfaguara, 2020).
Olga Merino
Los aragoneses tienen la mejor palabra del universo, 'zarrio', para definir las ropas sin lustre que llevan siglos olvidadas en el armario y, por extensión, aquellos cachivaches que a fuerza de ignorarlos han perdido su sentido. En eso ando, poniendo orden en casa, deshaciéndome de trastos, chismes y baratijas, engullida por el bochorno. Nada que ver con el rollo talibán de Marie Kondo, sino puro sentido común: ¿para qué quiero 56 marcapáginas si no puedo leer 56 libros a la vez? Tarros vacíos de mermelada, tarjetas de presentación, imanes de nevera horribles, una radiografía del astrágalo, cintas VHS, un palo que recogí en una excursión al nacimiento del río Pitarque… Me lo llevé para pintarlo de verde porque tenía forma de caimán, pero ahí sigue impertérrito, casi diez años después, siendo tan solo eso, un palitroque de color madera. Aventuré que el zafarrancho duraría un par de fines de semana a lo sumo, pero el otoño me pillará haciendo sábado existencial, cajón por cajón. Tengo pavor al escritorio y aledaños. Los dichosos papeles.
El proceso tiene algo de rito porque lo físico coge vuelo espiritual: zafarse de lo antiguo para dejar espacio a un ciclo nuevo. Algunas personas no sienten pena alguna al desembarazarse de sus detritus. Anaïs Nin escribió en su diario en septiembre de 1944, en medio de la devastación de la guerra mundial: «Si se produce un cambio interior, no hay razón para continuar viviendo con los mismos objetos. […] Yo tiro todo lo que no tiene una utilidad viva y dinámica. No guardo nada que me recuerde el paso del tiempo, la deterioración». A otros especímenes, en cambio, nos cuesta más el desapego material y seguimos almacenando enseres aun en esta era de la abstracción tecnológica.
Los objetos se cargan de un aura, se revisten de arraigos afectivos, cuentan historias o las proyectamos sobre ellas
Las cosas se cargan de un aura, se revisten de arraigos afectivos, cuentan historias o las proyectamos sobre ellas. Serguéi Dovlátov se marcó una novela magnífica con el contenido de la maleta con que abandonó la URSS camino del exilio, ocho prendas de vestir, incluidos unos botines de la nomenklatura. Cynthia Ozick reconstruyó el alarido de un campo de concentración a partir de un chal sucio.
La gran contrariedad con los objetos es que nos sobreviven. Un maldito calcetín desparejado, ya sea finlandés y de tela de crespón o bien de lana, será más longevo que cualquiera de sus dueños. ¿Qué hacer, pues, con los chirimbolos heredados? Un amigo colombiano arrastra por la vida una hélice que pesa 200 kilos y un caparazón de tortuga del tamaño de un niño de 7 años, y lo hace con gusto solo porque ambos artefactos pertenecieron a su padre. Mi madre lleva años tejiendo la delicadeza de soltar lastre; para aliviarnos de trabajo cuando le llegue la hora, dice.
De repente, pienso en la voracidad de los incendios de cada verano, en quienes tienen que abandonar sus hogares con lo puesto, sin saber si al regreso el fuego habrá consumido sus recuerdos. En el fondo, es un lujo esta dolorosa tarea del descarte, la decisión de conservar o no los objetos que nos cuentan.
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