Heridas amarillas
Ya hace mucho que la vida en las casas, el trabajo o el ocio recuperó su pulso, pero las calles siguen instaladas en una suerte de perpetua -y grotesca- provisionalidad
Emma Riverola
Escritora
Aún siguen ahí. Bloques de hormigón amarillos o palos del mismo color que nos sitúan en la emergencia, que nos retienen en unos días en los que todo se desmoronó, que nos recuerdan las cifras del dolor. Son numerosas las calles de Barcelona aún jalonadas por las heridas amarillas de la pandemia. El año pasado se anunció que irían desapareciendo paulatinamente hasta junio de 2022. Si se cumple el anuncio, faltan muy pocos días para el final. El virus continúa entre nosotros, pero hace mucho que no condiciona las relaciones colectivas. Ahí están los festivales multitudinarios, abarrotados de público, para burlarse de algunas de las medidas del llamado urbanismo táctico que aún condicionan el espacio compartido. Ya hace mucho que la vida en las casas, el trabajo o el ocio recuperó su pulso, pero las calles siguen instaladas en una suerte de perpetua -y grotesca- provisionalidad.
Con el termómetro disparado y las calzadas colapsadas, el amarillo multiplica su peso y exhala efluvios irritantes, amargos. Que la grúa se lleve de una vez esas rémoras. Heridas abiertas que nos recuerdan momentos de angustia y sufrimiento. De pérdidas y de lágrimas atragantadas. Lápidas de cementerio.
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