Un sofá en el césped

Nadal y la leyenda de polvo de arcilla

Nadal celebración

Nadal celebración / AFP

Josep Maria Fonalleras

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Vaya por delante que no soy nada 'nadalista'. En el olimpo particular, cada uno tiene a sus ídolos y, de los modernos, he sido siempre de Federer, de la misma manera, y por razones opuestas, que fui de Nastase en su tiempo. Y soy del suizo por diversas razones: la primera, y no menos importante, porque es elegante y suizo, es decir, porque es un caballero que calla y porque no atiende a las llamaradas patrióticas, como la mayoría de suizos.

Y por eso no tifo por Nadal (y mucho menos por Djokovic, con sus gestos ostensibles de militancia serbia). ¿Por qué? Porque no me emocionan nada sus arengas nacionalistas, porque es militante acérrimo del madridismo, porque cena y departe con el rey emérito y por muchísimas otras razones, vamos a llamarlas extradeportivas.

Fichar en la oficina

De la misma manera, me pone de los nervios cuando apura el tiempo que tiene para sacar (rozando el “warning” en cada servicio), cuando coloca y recoloca con la obsesión de un paranoico las botellas de aguas y de sales tal como si fueran piezas de un tablero, cuando extiende las toallas con precisión quirúrgica y cuando ejecuta el ritual previo al saque, la danza extenuante de botar la pelota, de secarse el sudor, de tocarse la nariz, de volver a botar, esa coreografía sistemática y permanente. 

No soy nadalista, pues. Y dejando claro este punto, me quito el sombrero y me postro (es un decir: exagero un poco) ante un personaje que solo admite exageraciones, un personaje para el que las estadísticas son como fichar en la oficina. No las voy a repetir. Bueno, solo dos datos. Que haya ganado su Roland Garros número 14 (y seguro que le encanta, como merengue, este dígito) el mismo día, 17 años después, en que ganó su primera copa de los mosqueteros. Y otro. Que lo haya hecho con la friolera de 36 años, con todo lo que eso significa: cansancio, lesiones, ese pie que le tortura desde hace tiempo, las ganas de irse a Manacor a disfrutar de la vida, “que es más importante que cualquier título”. 

La gesta de volver a ganar en el Bois de Boulogne no llegó después de un match trepidante y épico, como las que recordamos contra Federer, por ejemplo, sino tras un partido casi de entrenamiento o de una final del torneo de verano del club social Academia Nadal, entre padres e hijos. Pero eso da igual, fue la guinda, porque Rafa Nadal nos ha brindado, en este memorable Roland Garros, dos partidos que representan la esencia de su tenis y de su personalidad. El de la madrugada contra Djokovic, hasta la extenuación, con un cambio de juego del mallorquín (dejadas, subidas a la red), ya en su madurez, que luego confirmó en la semifinal.

Y éste, el de Zverev, que si no se llega a lesionar, el pobre, hubiera protagonizado un duelo al sol, aunque fuera bajo techo y con una humedad que hizo temer por la integridad física de Nadal, casi deshidratado. La hora y media del primer set (y del segundo) fue un manual de delicadeza y robustez, un monumento a este deporte exquisito. Incluso McEnroe se rindió a Rafa, improvisando una balada desafinada al estilo Jonathan Richman, mientras el polvo de arcilla se convertía ya para siempre en polvo de estrellas. 

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