Artículo de Meritxell Batet

"Silencio, por favor"

No comparto el diagnóstico de quienes afirman que a la política se tiene que venir llorado de casa, nuestra conversación política debe mantenerse dentro de los límites de la civilidad democrática

Una imagen de archivo del Congreso de los Diputados.

Una imagen de archivo del Congreso de los Diputados. / Javier Lizón

Meritxell Batet

Meritxell Batet

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En democracia, contar con ciudadanos y ciudadanas que den el paso de dedicarse a la vida política es, sencillamente, fundamental. Necesitamos contar con personas comprometidas con su sociedad, interesadas en defender el interés público, que cumplan la función de representación política a través de la que se canaliza el ejercicio de la democracia. 

Tener la posibilidad de servir a tus conciudadanos es un honor y también una responsabilidad. Las personas que nos dedicamos a lo público somos depositarias de la confianza de personas que no conocemos. Confían en nosotros porque pueden identificarse con los valores que defendemos, porque creen que las propuestas y proyectos que encarnamos son útiles o beneficiosos para ellos y para el país, comunidad o ciudad y porque legítimamente asumen que daremos lo mejor de nosotros para estar a la altura de esa exigencia. No defraudar esa confianza y cumplir con esa expectativa nos impone a todos los servidores públicos un alto sentido de la responsabilidad y de autoexigencia

El trabajo en política exige una dedicación muy intensa y tiene un componente personal inesquivable que hace que función y persona no puedan desligarse. La personalidad del político es un elemento esencial de su función: debe mostrar cercanía, empatía, cordialidad, franqueza, apertura y sensibilidad a los demás. Pero también debe mostrar estabilidad, autodisciplina, persistencia, serenidad. Se trata de un conjunto de cualidades que han de mantenerse en equilibrio y constantemente, a pesar de que el entorno no lo facilite. Corremos muchas veces el riesgo de que responsabilidad y autoexigencia hayan de convertirse en heroicidad y resistencia a cualquier cosa, olvidando que los políticos son personas con las comunes debilidades y fortalezas del resto de ciudadanos. 

Por un lado, los tiempos y los ritmos son muchas veces endiablados y difícilmente conciliables con la vida familiar. En eso creo que debemos mejorar porque si queremos que el conjunto de la sociedad avance en conciliación y en una ordenación más racional de los tiempos, la actividad política debe dar ejemplo. Siempre hay imponderables e imprevistos, es inevitable, pero en general hay un amplio margen para organizarnos mejor.

Por otro lado, los políticos están sometidos a un nivel de escrutinio, evaluación y crítica muy superior al del resto de ciudadanos. Esta es una consecuencia del funcionamiento del sistema democrático. Los ciudadanos tienen derecho a saber y controlar qué se hace con el poder que confían a sus representantes. Por eso en todos los sistemas constitucionales los tribunales han defendido que los personajes públicos deben tolerar expresiones «que duelan, choquen o inquieten» o sean «especialmente molestas o hirientes», porque en relación con aquellas personas que ostentan poder público los límites de la libertad de expresión son más amplios.

Desde el punto de vista del derecho constitucional esto es así y así debe seguir siendo en un régimen democrático de libertades. Pero creo que más allá de lo estrictamente jurídico podemos reflexionar sobre lo que podemos llamar marco de reglas de civilidad democrática. 

La polarización y la crispación política transforman el debate en una batalla en la que gana el que más agrede. Vence el que más ofende. Se impone el que más chilla. No se admiten rectificaciones, aun cuando son buenas para todos. Muchas veces se confunden los gritos, la vehemencia y la mala educación con la valentía, y otras muchas, la contención, el respeto y la prudencia con la debilidad. Las redes sociales han amplificado estas pulsiones negativas y han generado un efecto contaminación en el que se compite por la atención del público con mensajes de trazo grueso, simplistas, muchas veces basados en el ataque personal, empleando la técnica de lo que los anglosajones llaman 'character assassination' como método de destrozar al adversario político. 

Esta forma de hacer política es nociva para la vitalidad de nuestra democracia. Genera un efecto desaliento para quienes quieren participar activamente en lo público. No comparto el diagnóstico de quienes afirman que a la política se tiene que venir llorado de casa. Creo en el debate razonado; en la contraposición vehemente, pero educada; en la crítica severa, pero respetuosa. Reivindico esa forma de hacer política. Reivindico el valor de los acuerdos y de las capacidades que los hacen posibles: escuchar, ceder y pactar son acciones que deberían ser premiadas, y no penalizadas.

El espectáculo de la crispación, por el contrario, desacredita al conjunto de la clase política y aleja a los ciudadanos de sus representantes. La crispación produce desafección y empeora la calidad de la democracia. Por eso es un comportamiento antipolítico y en último extremo antidemocrático. Debemos defender que nuestra conversación política debe mantenerse dentro de los límites de la civilidad democrática basada en el respeto y la consideración mutuos como miembros de una comunidad de libres e iguales. Frente a la crispación que impide que nos escuchemos: “Silencio, por favor”.

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