Netflix: violencia, miedo, angustia
Ha llegado a convertirse en un ritual echar las horas mirando las películas y las series que podríamos ver y no encajan, que ya hemos visto, que le gustan a dos miembros de la familia y no cuadran a los otros dos, que podríamos poner a pesar de que son demasiado largas o demasiado cortas o demasiado viejas
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Un espectador ve Netflix / Shutterstock
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José Luis Sastre
Periodista
José Luis Sastre
Se ve que Netflix ha caído en bolsa estos días pese a que tiene más de 200 millones de usuarios, que son muchos usuarios incluso para una compañía global. Las cosas, sin embargo, no están en lo que uno tiene sino en lo que uno quiere y lo que uno quiere, sobre todo si uno es una compañía global, es tener más cada vez: crecer y crecer, porque han hecho el mundo para que no nos conformemos con nada. Dicen que es por el capitalismo, pero igual es otra cosa: tendemos a medirnos –y tienden a medirnos– conforme a nuestras expectativas y eso, además de dar clientela a los psicoanalistas, permite que haya éxitos que se presenten como fracasos. Al cabo, siempre tenemos razones a mano para hacernos un poco de menos.
El problema con Netflix lo han atribuido a que la plataforma tiene más competencia, aunque eso en realidad le sucede a cualquiera: competidores los hay en todas partes. También dicen que seguramente sea por culpa del capitalismo, pero estamos en las mismas: que cuando hablan del sistema económico en el fondo están hablando de la condición humana. El asunto está en que Netflix, que abrió un modelo basado en renovar el negocio de los viejos videoclubs, atraviesa una crisis que tiene que ver con la oferta. No porque sea poca y hecha para adolescentes, al contrario de lo que se ha escrito, sino porque sea mucha.
Ha llegado a convertirse en un ritual echar las horas mirando las películas y las series que podríamos ver y no encajan, que ya hemos visto, que le gustan a dos miembros de la familia y no cuadran a los otros dos, que podríamos poner a pesar de que son demasiado largas o demasiado cortas o demasiado viejas. La noche se alarga pasando el mando y descartando series de las que tantos hablan y que nos ayudarían a sobrellevar el rato pero que, al darle al 'play', nos avisan de que no están recomendadas para los que somos, porque hay lenguaje malsonante o desnudez o sexo o lo que más suele haber: violencia, miedo, angustia. Todo tiene una etiqueta. Todo puede ser un riesgo. Todo se parece a la vida real. Y no habíamos venido a eso.
Está la opción de ver igualmente lo que nos dé la gana, claro, pero supone una proeza superar tanto obstáculo entre un catálogo inagotable y esas calificaciones que sostienen que ponen por nuestro bien, igual que antes ponían los rombos. El resultado es que requiere de mucha pericia invertir la noche del viernes en elegir la película o la serie que no queremos ver: es un género en sí mismo y es agotador, porque cuando das con un contenido que apetece y que ha pasado los filtros de los jueces del puritanismo resulta que ya se ha hecho tarde y casi es mejor apagar la televisión. Igual es eso lo que íbamos buscando; no con Netflix, sino con lo demás. Con lo de vivir, vaya: saber que tenemos donde elegir, que otros lo han visto antes para protegernos de lo que llevan dentro y que, al final de tanta vuelta, lo mejor es dejar ciertas historias para más adelante y esperar a que un libro, como de costumbre, nos acueste, nos arrope y nos dé las buenas noches. No seríamos nadie sin nuestras contradicciones.
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