No irse de casa
Las viviendas oponen una férrea resistencia a la aspiración de abandonarlas. Decir «Me voy» es una cosa y otra bastante distinta, casi opuesta, irse de verdad
Era lunes, no había colegio, y mi hija Helena y yo llevábamos casi una hora intentando salir de casa. Las viviendas oponen una férrea resistencia a la aspiración de abandonarlas. Por momentos, parecíamos dos imbéciles tratando de apagar una luz, atar las botas, hacer una coleta, beber un vaso de agua, ponerse perfectamente los calcetines. Cada vez que abríamos la puerta, nos acordábamos de algo que había que hacer antes de salir, y volvíamos a cerrarla. De pronto, irse de casa se presentó como una acción prácticamente imposible, ya que primero debías salvar un sinfín de pequeñas tareas, algunas ocultas bajo otras más evidentes. Decir «Me voy» es una cosa y otra bastante distinta, casi opuesta, irse de verdad.
Se nos echó el año encima, pero al final, salimos. Fue un milagro. Le había preparado la mochila para el campamento, nos habíamos abrigado y cogido las mascarillas. Todo listo. Al pisar la calle, sin embargo, Helena se dio cuenta de que se había olvidado la diadema. Puse los ojos en blanco. «¡Pero cómo puedes olvidarte de la diadema!», exclamé, como si la diadema fuesen las bragas. Volvimos a casa. Mi hija tiene ochenta diademas, pero siempre usa la misma: la rota. Menos ese día, que eligió otra, y después la cambió por una distinta, y luego por otra. Una vez más era imposible salir de casa. Casi pido socorro.
Estábamos de nuevo en la calle. Empezamos a caminar. Hacía un día maravilloso: amenazaba lluvia. Helena se detuvo de repente. «¿Qué pasa, cariño?», pregunté. Se notaba que quería decir algo y no se atrevía. «¿Te olvidaste de mear?». Negó con la cabeza. «La mascarilla. La dejé en mi habitación al coger la diadema», dijo al fin. Sabía que me iba a poner como una furia. Regresamos. En ese instante, no me habría importado empezar a beber, ni siquiera a drogarme, aunque no fuesen horas. Subí los escalones de tres en tres. Metí la llave, la giré, y al tratar de retirarla, se rompió. Quedó dentro de la cerradura. Encadené unas palabras horribles que Helena aún no sabía que podían pronunciarse juntas.
«A lo mejor si no nos hubiésemos olvidado la diadema, y después la mascarilla, no habríamos tenido que abrir la puerta un millón de veces. Vinimos tanto a la fuente que se rompió el cántaro», me desahogué, buscando un culpable que no fuese simplemente yo. «¿Qué es un cántaro, papá?» Miré al techo y resoplé. «Ya no existen los cántaros, así que da igual». Ahora sí que iba a ser imposible salir de casa. Porque si lo hacía, y cerraba la puerta, no podríamos volver a entrar. E irnos y dejar la puerta abierta no acababa de convencerme, aunque de entrada, lo pensé. Al final, hice un anuncio de alcance –«Esto lo arreglo yo, cariño»– y fui a buscar la caja de herramientas. Empecé a desatornillar con ahínco. Me detuvo cuando iba por media docena de tornillos, y nada importante se movía de su sitio.
Mi hija seguía con la mochila a cuestas, y vigilaba la escena con interés, pero también miedo. «¿Qué opinas?», le consulté. Aún no se me había pasado la frustración, pero estaba ya tan desesperado con la puerta que pensé que quizá podría arreglarla ella, o al menos darme un consejo. Se encogió de hombros. Mentiría si no dijese que me sentí defraudado. En ese momento, me acordé del protagonista de la novela 'El hipopótamo', de Stephen Fry, que un día acude a una exposición de pintura infantil. Horrorizado ante lo que ve allí, exclama: «¿Llaman a esto pinturas? ¡Pero si cualquier artista moderno podría haberlas hecho!».
Al final, arranqué el pomo. No supe interpretar si se trataba de un éxito o de un fracaso. «Y ahora a qué nos agarramos», preguntó Helena. Puse los brazos en las caderas, y me quedé pensativo. Habrá que seguir quitando cosas, resolví. «Pásame la llave Allen. Y de paso los alicates», le pedí a Helena, que no sabía si horrorizarse o divertirse. «¿Entonces, no me vas a llevar al campamento?», preguntó al entregarme las herramientas. Miré a la niña y después a la puerta, que había sido destruida, pero no derrotada. «¿Qué te parece si nos quedamos y llamamos a un cerrajero?», propuse, mientras me daba cuenta de que nos estaba pasando lo mismo que en 'Casa tomada', de Cortázar, pero al revés: una fuerza invisible nos echaba de la calle y nos encerraba en el piso.
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