Dale al botón
Ciertas caídas tienden a prolongarse ruinmente, ejerciendo la lentitud, de modo que dar contra el suelo de una maldita vez puede volverse un deseo. Pasa en la guerra de Putin
Tocar fondo es dificilísimo; ni queriendo. Una vez empiezas a caer parece que siempre haya más vacío debajo para seguir cayendo. Recuerdo una viñeta de la revista 'Hermano Lobo' en la que aparecía un condenado a muerte. A su lado se veía al verdugo agarrando una enorme hacha, a punto de cortarle la cabeza. Justo antes se despedía de él con un «Hasta mañana si Dios quiere, que no creo que quiera». La frase me viene a la cabeza cada vez que leo que hay posibilidades de que algo que va mal no empeore, y quizás al cabo remonte. Al final no es lo que suele ocurrir. Conviene conocer la sabía regla según la cual hay que esperar lo peor.
Ciertas caídas tienden a prolongarse ruinmente, ejerciendo la lentitud, de modo que dar contra el suelo de una maldita vez puede volverse un deseo. Pasa en la guerra de Putin. Cada jornada se constata una infamia, un agravamiento, y después otro, y luego uno nuevo. Ya hemos oído, de hecho, la expresión «guerra nuclear» como algo que podría ocurrir. En realidad, lo habíamos oído mucho antes, hace décadas, pero entonces como algo que más bien nunca podría suceder.
Guerra nuclear comparte estructura sintáctica con «cielo gris», «novela maravillosa», «teléfono apagado» o «joven calvo», y eso casi le resta peligro, incluso realismo al acontecimiento. Es como si la guerra nuclear solo fuese una frase, como cuando dices «Ojalá tengas un buen día» o «Estoy dejando de fumar». Al escuchar una expresión común se corre el riesgo de creer que solo se trata de un sustantivo y un adjetivo vinculados por la gramática. Hasta que la pronuncia Putin, que domina como nadie el número de saltar dramáticamente a primer plano y poner al mundo en vilo con dos palabras.
La guerra nuclear, tan tratada en el cine, es una idea que cobra forma en nuestra imaginación a través del botón, a menudo rojo, que habría que apretar antes de su estallido. ¿Y qué hay, si lo pensamos bien, más fácil que apretar un botón, de la clase que sea? Un botón encarna la sencillez máxima, accesible a cualquier mente: lo aprietas y subes al décimo piso, o envías un excel, o suena un timbre, o acude a todo meter la policía, o cambias de canal. Algunos días, los más aburridos o rutinarios, podrías sacarlos adelante diciéndote a ti mismo cinco o seis veces: «Dale al botón». La vida puede llegar a ser bastante automática.
Quizá por esto se hace cuesta arriba para el pensamiento la idea de que, en última instancia, un simple interruptor pueda conducir a la aniquilación del mundo. Esta debiera llegar tras la activación de un mecanismo medieval, que primero exigiese girar un rígido engranaje, y después bajar media docena de palancas, romper no sé cuantos candados, caminar varios kilómetros bajo una atroz nevada, y aún después abrir tres o cuatro puertas secretas, y cuando alcanzas al fin la última, descubrir que te olvidaste la llave en casa, junto a un macetero, y tener que dar la vuelta y volver a empezar todo el proceso. Quién sabe si solo aburrimiento consiga salvar al mundo.
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