Comenzando el día
No cejo en mi empeño de buscar señales ocultas, pautas, signos, que me expliquen el sentido de la vida, el de la mía, para ser más concretos. Cada uno que busque el de la suya
Juan José Millás
Escritor.
Juan José Millás
En el parabrisas del coche suelen dejarme publicidades varias que leo antes de arrugarlas y arrojarlas a la basura. Siempre me pregunto por qué pierdo el tiempo leyéndolas y siempre me respondo lo mismo: puede tratarse de un mensaje del más allá o del más acá en el que se me explique, finalmente, por qué rayos vine yo a este mundo. A ver, ¿por qué? Por casualidad, dirán ustedes y llevarán razón, pero conservo la idea romántica de que mi nacimiento tuvo una razón de ser con la que todavía no he dado y con la que, al paso que vamos, me moriré sin dar. Pero no cejo en mi empeño de buscar señales ocultas, pautas, signos, que me expliquen el sentido de la vida, el de la mía, para ser más concretos. Cada uno que busque el de la suya.
Ayer, sorpresivamente, en lugar de la publicidad común de todos los días, hallé en mi parabrisas un ejemplar del Nuevo Testamento en una edición pulga, de letra pequeña y apretada. Me pareció sorprendente, claro, de modo que lo abrí al azar y leí lo primero que me salió al paso. Decía: “¿Qué mujer que tiene diez dracmas, si pierde una dracma, no enciende la lámpara, y barre la casa, y busca con diligencia hasta encontrarla? Y cuando la encuentra reúne a sus amigas y vecinas diciendo: Gozaos conmigo porque he encontrado la dracma que había perdido. Así os digo que hay gozo delante de los ángeles de Dios por un pecador que se arrepiente”.
Me pregunté: ¿Será este el mensaje que llevo esperando toda la vida? ¿Seré yo la dracma perdida? ¿Quién me debería encontrar? ¿De qué me debería arrepentir? Estaba allí, de pie, frente al coche, dándole vueltas al asunto, cuando un vecino al que también le habían dejado el librito, se acercó y me dijo: Escucha esto: “La lámpara del cuerpo es el ojo; cuando tu ojo es bueno, también todo tu cuerpo está lleno de luz. Pero cuando tu ojo es maligno, también tu cuerpo está en tinieblas. Mira pues, no suceda que la luz que en ti hay sean tinieblas”.
El vecino sonrió enigmáticamente y se fue. ¡Caramba con el Nuevo Testamento!, me dije. ¡Qué capacidad, la de los textos sagrados, para ponerte la cabeza a cien! No encontré el sentido de la vida, pero me pareció un buen modo de empezar la jornada.
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