Ciudades educadoras y colaborativas
La pospandemia y la urgente transición ecológica nos obligan a repensar qué ciudad queremos y vamos a dejar a las futuras generaciones
Xavier Martínez-Celorrio
Profesor de Sociología de la Universitat de Barcelona.
Xavier Martínez-Celorrio
En los años 90, Pasqual Maragall puso a Barcelona en el tapete internacional organizando el primer congreso internacional de “ciudades educadoras”. Un significante nuevo, potente y utópico. Por tanto, atractivo porque perfilaba la educación como primera prioridad de ciudad y esta, a su vez, se comprometía a reorganizarse como un agente y un contexto educador complementario y aliado de la escuela. Todo un desafío ilusionante para docentes, familias y tejido civil que actuaban en alianza por un bien común: la ciudad educadora como ecosistema de cohesión, innovación y democracia local.
Por aquellos tiempos se vivió el último esplendor de la socialdemocracia clásica con Jacques Delors en Bruselas y sin halcones neoliberales exigiendo austeridad y recortes del Estado del bienestar. Eso fue lo que vino después. En lugar de la ciudad educadora cohesiva y cálida, el nuevo paradigma que ganó la partida fue la ciudad de los negocios, las finanzas y la precariedad: la ciudad o metrópoli global sin alma ni apenas corazón. La educación dejó de ser articuladora comunitaria para mutarse en un negocio más y la ciudad educadora pasó a ser abanderada solo por ayuntamientos resistentes y valientes de tamaño medio y hay que reivindicarlos. Seguro que TV-3 encargará algún documental en 'prime time' para visibilizarlos.
La ciudad educadora es abanderada por ayuntamientos resistentes y valientes de tamaño medio y hay que reivindicarlos
Estas últimas décadas de reinado neoliberal han supuesto un duro desequilibrio territorial y ecológico, vaciando los entornos rurales y, a la vez, descosiendo la antaño ciudad compacta en una ciudad difusa y segregada cuyos iconos de servidumbre son la hipoteca, el automóvil y las emisiones de carbono. Donde el centro neurálgico ha dejado de ser la plaza mayor y alrededores. Ahora son los grandes centros comerciales, auténticas catedrales del consumo que han succionado el pequeño comercio y la misma vida de barrio.
La pospandemia y la urgente transición ecológica nos obligan a repensar qué ciudad queremos y vamos a dejar a las generaciones futuras. Aparte de ser ciudad sostenible, sí o sí (y ya estamos tardando) hay que preguntarse qué paradigma de ciudad queremos: si ha de ser inclusiva, educadora, creativa, emprendedora, con perspectiva de género y de infancia, socialmente sostenible, comunitaria y colaborativa o nada de eso. Seamos claros. En lugar de quejarnos tanto, debatamos qué costes y beneficios tiene un modelo de ciudad más humanizada e intergeneracionalmente justa y sostenible y cuáles serían sus contramodelos alternativos.
En todo caso, la ciudad del futuro o será educadora y colaborativa o no será ciudad, sino más bien una urbe distópica y polarizada por el auge de la extrema derecha y la intolerancia. Auténticas metástasis de la democracia que se alimentan de la frustración y desesperación de los barrios olvidados, sin estructura comunitaria y deficientes servicios públicos de bienestar que, por cierto, no suelen depender de los ayuntamientos.
La ciudad como ágora histórica de las libertades y la democracia se la juega hoy en cómo las periferias son reconectadas y empoderadas para dejar de ser y sentirse subalternas y tratadas sin respeto. En cómo diseñamos para ello una gobernanza urbana sin compartimentos estancos ni burocracia paralizante. En cómo activamos redes redistributivas de riqueza cognitiva, cívica y cultural para que las partes más fuertes de la ciudad ayuden, acompañen y revitalicen los extremos más débiles y vulnerables. En cómo crear un flujo de confianza y proximidad mutua superando las multiburbujas que nos separan y empequeñecen en el miedo al diferente.
En ese objetivo, la innovación social y pública son grandes aliados a la hora de convertir la ciudad en un laboratorio de nuevas relaciones sociales más horizontales y menos alienantes. Y los cimientos de una ciudad así de colaborativa y recíproca los proporciona la ciudad educadora como malla tupida de circuitos cruzados de aprendizaje y de vínculo social y cultural para todas las edades.
Escuelas, universidades, museos, bibliotecas, asociaciones, ateneos, tejido empresarial, teatros y centros cívicos organizados en red y colaborando para que el aprendizaje sea universal, flexible y bajo múltiples formatos accesibles. Un metaverso más auténtico y enriquecedor que el que nos propone Mark Zuckerberg. Casi nada. El pasado 30 de noviembre se celebró el día internacional de las ciudades educadoras y merecen todo nuestro apoyo.
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