Independentismo

Andreu Claret

Periodista y escritor. Comité editorial de EL PERIÓDICO

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La soledad de Carles Puigdemont

Nadie ha hecho tanto por consolidar a Pere Aragonès en la presidencia de la Generalitat como Puigdemont, con su empecinamiento en torpedear la apuesta por el diálogo de los republicanos

Carles Puigdemont, en Waterloo (Bélgica). EFE/ Horst Wagner

Carles Puigdemont, en Waterloo (Bélgica). EFE/ Horst Wagner / Horst Wagner

Cuando Carles Puigdemont decidió aposentarse en Waterloo, en la orilla del oscuro bosque que ocupa el sur de Bruselas, no imaginaba que el lugar pudiera llegar a ser tan inhóspito. Eran otros tiempos, con decenas de autobuses de seguidores que hacían los más de 1.300 kilómetros que hay de Barcelona a la capital belga todos los fines de semana, y con políticos de todo el espectro independentista agolpándose ante su casa. Todos querían ver al hombre que había huido para internacionalizar la causa independentista. En puertas del invierno, que en Bélgica suele ser inclemente, la casa de Waterloo es ahora una metáfora de la soledad política que padece el expresidente. Rodeado de sus fieles, Puigdemont recibe cada vez a menos gente, menos llamadas, e incluso menos información. Soledad en Bruselas y en Catalunya, donde TV3 ya no le llama Molt Honorable, y algunas veces ni siquiera ‘president’, provocando la indignación de sus seguidores más aguerridos.  

Puigdemont sigue siendo el líder que concita más adhesiones en la galaxia independentista, pero también es el que provoca más rechazo entre muchos seguidores de Esquerra Republicana y el que empieza a suscitar desconcierto entre líderes de Junts per Catalunya. Algunas de sus últimas decisiones están marcadas por la lógica perversa de un extrañamiento que suele provocar errores de apreciación cada vez mayores, a medida que pasa el tiempo. Como el de aferrarse a una estrategia de la confrontación que no responde ni a lo que pasa en Catalunya ni a los vientos que soplan en España. Este síndrome explica probablemente sus erráticas decisiones de las últimas semanas. El fiasco de Junts per Catalunya, quedando fuera de la Mesa de Diálogo, solo se entiende por su decisión de querer dinamitarla. Como si las cábalas que él y Antoni Comín hacen en la soledad de Waterloo pudieran imponerse por encima del deseo de la sociedad catalana de salir del atolladero del 'procés' y la crisis de la pandemia. 

El resultado es que nadie ha hecho tanto por consolidar a Pere Aragonès en la presidencia de la Generalitat como Puigdemont, con su empecinamiento en torpedear la apuesta por el diálogo de los republicanos. Y nadie ha hecho tanto como él para permitirle a Pedro Sánchez desplegar su estrategia del reencuentro. El fracaso de esta política ha abierto grietas dentro de Junts per Catalunya, que se mueve entre el deseo de algunos de recuperar su condición de 'lobby' empresarial y la proximidad de otros al unilateralismo rupturista de la CUP. Con el vicepresidente Jordi Puigneró haciendo de Jordi Pujol en el asunto del aeropuerto, mientras Laura Borrás llamaba a la insumisión desde la presidencia del Parlament. Una tensión que el secretario general de Junts, Jordi Sànchez, intenta sujetar, recomponiendo los puentes con Esquerra y tranquilizando a los cuadros de la formación, que ven peligrar sus puestos y sus opciones en las próximas elecciones municipales.  

A la pérdida de influencia en la política catalana, Puigdemont ha sumado en las últimas semanas un acusado desgaste en Europa, el escenario en el que había puesto todas sus esperanzas, tras sus victorias judiciales en Bélgica y en Alemania. El hecho de que se sorprendiera al leer en el New York Times las andanzas de uno de sus hombres de confianza en Rusia muestra un desconocimiento inaudito de la política exterior de Estados Unidos y de la Unión Europea. Por insignificantes que fueran los sondeos llevados a cabo en Moscú por el responsable de su oficina, no hay tema que levante más suspicacia en la administración Biden y en el entorno de Ursula von der Leyen. Muchos de quienes se les acercaban hasta ahora en los pasillos del Parlamento Europeo se lo pensarán dos veces. Una primera muestra: de los 60 diputados de la Asamblea Nacional francesa que firmaron un documento a favor de una salida política al conflicto catalán, hace unos meses, solo 10 acudieron a la convocatoria que hizo hace unos días: corsos, izquierdistas y algún ecologista. La creciente soledad de Puigdemont también se ha puesto de manifiesto en sus relaciones con los nacionalistas flamencos, cuyo líder, Bart de Wever, alcalde de Amberes, ha advertido a los suyos que una estrategia a la catalana podía llevar el país al caos. 

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