Retorno a un paraíso natural

La vida se abre camino

El regreso del 'humano' a las Galápagos solo es posible bajo la premisa de querer estudiar, amar y conservar estas islas hoy amenazadas por flotas pesqueras externas y otros piratas

Iguanas de las islas Galápagos.

Iguanas de las islas Galápagos. / lf

Jordi Serrallonga

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Junto al ‘polepole’ (poco a poco) de Tanzania y el ‘batibull’ (caos) del asfalto, las Galápagos son mi hogar. Desde hace casi dos décadas que mantengo un 'affaire' con el espectro de Darwin, varios harenes de leones marinos (‘lobos’ en el argot local), unos tiburones martillo y las longevas tortugas gigantes. Siguen adaptándose: evolucionan. El bueno de Charles tan solo anduvo cinco semanas por aquí, pero ya avanzó que eran un laboratorio viviente de la evolución.

De la misma manera que en L'Hospitalet y Barcelona necesito abrazar a mi hijo y escaparnos de safari urbano, o rejuvenezco observando salir el sol entre las acacias tanzanas, también me mantiene vivo el aterrizar en ‘Las Encantadas’ de Melville. Por lo tanto, la pandemia supuso una forzosa separación. Primero fue Polo Guerrero. Amigo, guía y exguardaparques del Parque Nacional de Galápagos, desde su isla natal –San Cristóbal– me comunicó, al poco de iniciarse el confinamiento mundial, que el «bicho» había desembarcado. «Cuídate, hermano», le dije. Mientras, otros dos buenos amigos, los montañeros de EcoAndes Mireya Beltrán y Hugo Torres, hacían cuarentena en Santa Cruz. Entre el pasaje de su avión con destino a Galápagos –en marzo de 2020– viajó el primer portador oficial del virus. Como cualquier entidad biológica, en el archipiélago –lleve días o millones de años– todo viene de fuera y puede dar lugar a los más azarosos endemismos: el cormorán no volador, la iguana marina, etcétera.

Platicaba con el trío insular gracias al ‘celular’ pero, a medida que se esfumaban los planes de reencuentro, creció la ansiedad: ¿volvería a verlos? No era un miedo infundado. Supe que Polo –el que de joven había surfeado entre orcas con una puerta de madera, que ayudó a salvar cientos de tortugas y que me apoyó en decenas de expediciones– había sucumbido al virus.

Vacunado, con mascarilla, este agosto regresé a las Galápagos para alcanzar la playa del Cerro Brujo. Una guardia de cangrejos fantasma, el vuelo en formación de varios piqueros patas azules, y los lobos marinos –con sus polifonías–, rendimos homenaje a Polo. Fue en la Cueva de Cristina; un lugar que no figura en los mapas pero que él bautizó así para animar a una viajera indispuesta. En tanto yo me hacía con agua y el botiquín, acomodó a Cristina en la única sombra posible: una liliputiense cavidad. A sus entrañas dirigí mi salva de honor; el grito preferido de Polo: «Que viva Galápagos, ¡carajo!».

Al día siguiente desembarqué en Isabela y me dirigí a Casa Marita: la bella y elegante dama peruana, de cuna, pero isabeleña de adopción. Nos fundimos en un abrazo sin fin y le pregunté por el caballero veneciano con el que llegó a una ínsula por aquel entonces sin electricidad ni infraestructuras, y de la cual jamás quisieron escapar: «Ermanno murió hace tres semanas», susurró la voz rota. Viejo sabio, ¿tú también? ¿Por qué no me esperaste?

Salimos a pasear. Recorrimos el manto de arena donde, casi 20 años atrás, los vi juntos por primera vez: 'amarraditos los dos', como cantaba Chabuca Granda. Hablamos del amor, de la pérdida, del vacío y el reencuentro. En efecto, los Zecchettin me esperaban con más historias solo descifrables al son de las olas. Yo había llegado tarde. A ambos nos faltaba Ermanno; pero lo revivimos con el recuerdo. Imposible olvidar aquella historia que escuchó de los pocos jinetes y ganaderos que –casi de forma ermitaña– todavía habitan las tierras altas; le contaron que el «humano» auténtico desapareció de Isabela hace tiempo. Las gentes de fuera destruyeron la naturaleza, y él se esfumó.

Ahora bien, si una cosa me ha enseñado Galápagos –además de las lecciones de Hugo, Mireya, Marita, Karla, Janina, Dani, el Chino, Anahí, Jackie, César, Diego, el Cucaracha o Beto– es que la vida se abre camino. Tras una erupción capaz de matar todo lo vivo, he visto helechos pioneros brotando entre emanaciones de gases volcánicos. La flora y fauna también son ajenas a la pandemia, pero sensibles a la acción antrópica. El regreso del 'humano' a las Galápagos solo es posible bajo las premisas de Ermanno y Polo: librarse de flotas pesqueras externas y otros piratas, para –¡carajo!– aprender a observar, amar y conservar unas islas maravillosas.

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