Teatro

Leonas

“No hay en el mundo fuerza como la del deseo”, escribe Lorca con más razón que un santo, y por eso no se entiende que asumamos tan dócilmente cuando desaparece

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Silvia Cruz Lapeña

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¿Cuál es el canal con más audiencia? Pues que pongan en él ‘La Pasión de Yerma’. Ay, Yerma, la joven en la que Lorca vertió el peso que las mujeres cargan desde hace milenios poniéndole la peor de las taras: ser estéril. Sacude ver a María León en los Teatros del Canal prestarle su voz a las Yermas del mundo y ver cómo Pepa Gamboa, la directora, le aprieta una tuerca a esa obra. No cambia la trama, ni el fondo, solo subraya un motivo: el deseo, palabra que solo aparece cuatro veces en el texto del poeta granadino, pero que lo atraviesa como una daga oxidada mientras suenan la voz y los acordes de Rosario La Tremendita, la más creativa y completa entre las flamencas vivas.

¿De qué vale rezar para preñarse si no tiene lugar la primera parte? Algo así dice la bruja-sabia-vieja, casi una alegoría, que interpreta Mari Paz Sayago: Meryl Streep, querida, empata a esta. Una obra en la que León se tira al suelo, el mayor vientre, arrastrándose por él a cuatro patas y quien la observa comprende que tiene todo el sentido expresar de esa manera la insatisfacción de las mujeres. “No hay en el mundo fuerza como la del deseo”, escribe Lorca con más razón que un santo, y por eso no se entiende que asumamos tan dócilmente cuando desaparece.

Me acordé admirándolas de cuando de niña me escondía para escuchar las conversaciones de mi madre y sus amigas, donde siempre se colaba un marido poco cariñoso. Tardé en comprender que era un eufemismo. Del mismo modo que decían “raro” porque “maltratador” ni se atrevían, decían “arisco” para referirse a que sus sábanas, como las de Yerma, no se gastaban. Como yo también era algo arisca, pensaba que igual pretendían flores y lisonjas, pero era el deseo (producirlo y colmarlo) lo que añoraban.

Yo tuve dos abuelas: una más Bernarda Alba, la otra más Lola Flores y los tirones entre esos dos mundos fueron un problema a veces pero también una escuela. Para una el cuerpo no existía, mientras la otra, a mis 15 años me contaba cosas como: “Tu abuelo me tocaba y me preñaba”. Es normal que me acordara de ella viendo ‘Yerma’ porque nunca se refirió a los hijos que tuvieron, sino al deseo. Lo sé porque la conocí perfectamente: le gustaban los claveles, no los piropos mediocres y sabía lo que era el tacto inesperado de un índice por la corva.

“¿Qué más quieres?”, le dice el marido a Yerma señalándole la casa, la cocina, la alacena. Hay preguntas que merecen réplicas como candela, pero hasta en eso Yerma es madre aunque no para. Porque lo protege. Tampoco parió ni quiso Anaïs Nin, pero también salvaguardó a su entorno: “Deseo, amo, ardo –simultáneamente– protejo”, dejó escrito en sus memorias.

De algún modo, lo entiendo: el deseo no es un derecho y no se pide. Es un diálogo en silencio, pero con normas. Puede no nombrarse, pero no se ignora pues sus consecuencias son impredecibles. A Yerma la hinca de rodillas y si al principio da pena, más tarde aterra. Y deja de maullar y brama. Y la gata de Lorca es ya una leona trágica shakesperiana.

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