Dos décadas de guerra

Afganistán, un fracaso sin paliativos

Desde que Joe Biden anunció la retirada de EEUU, los acontecimientos se han precipitado en una única dirección: los talibanes vuelven

Afganistán

Afganistán

Jesús A. Núñez Villaverde

Por qué confiar en El PeriódicoPor qué confiar en El Periódico Por qué confiar en El Periódico

Por mucho que Washington quiera disimular el desastre, tras 20 años de presencia militar en Afganistán, los datos no permiten escapatoria alguna. Desde que Joe Biden anunció la retirada, el pasado 14 de abril, los acontecimientos se han precipitado en una única dirección: los talibanes vuelven.

Los mismos talibanes que en los primeros noventa fueron empleados como carne de cañón local -apoyados por Washington e Islamabad- para pacificar el país y luego, tras el 11-S, fueron demonizados por su alianza con Al Qaeda. Los mismos que ahora están a punto de volver a tocar poder en Kabul, aprovechando inteligentemente el cansancio estratégico estadounidense y sus premuras en otros escenarios para acelerar su estrategia de fuerza frente a un Gobierno y unas Fuerzas de Defensa y Seguridad Nacional Afganas (FDSNA) absolutamente inoperantes.

La democracia y el Estado de derecho están lejos, con un gobierno escasamente representativo, incapaz de frenar la corrupción y de cubrir las necesidades básicas de los afganos

Cabe recordar que EEUU fue a Afganistán para vengar el 11-S, no para atender las necesidades y demandas de la población local. Y ahora lo deja nuevamente abandonado a su suerte, sabiendo que la población civil (y, sobre todo, las mujeres) sufrirá lo indecible ante unos talibanes envalentonados. En términos políticos la democracia y el Estado de derecho están hoy tan lejos como entonces, con un gobierno escasamente representativo en el que difícilmente conviven Ashraf Ghani y Abdullah Abdullah (ambos organizaron en 2020 su propia ceremonia de toma de posesión), incapaz de frenar la enorme corrupción existente (alimentada desde el exterior) y de cubrir al menos las necesidades más básicas de los casi 40 millones de afganos. Olvidada la democratización que decía inspirar a George W. Bush, tampoco se ha logrado la estabilización que Obama planteaba como objetivo principal. Por el contrario, los yihadistas, tanto de Al Qaeda como de Dáesh, siguen muy activos, mientras se registran fuertes combates en 26 de las 34 provincias afganas. Y lo que más destaca no es tanto la capacidad de combate de los talibanes como el colapso de unas FDSNA, que rehúyen el combate. Todo ello mientras la economía no da señales de mejora, lo que no quita para que siga floreciendo el mercado de la amapola opiácea, fuente principal de ingresos para muchos de los señores de la guerra que ahora vuelven a cobrar macabro protagonismo.

El único punto que los talibanes han cumplido del acuerdo de Doha- que no fue un acuerdo de paz sino la certificación de la derrota estadounidense- es el de no atacar a las fuerzas estadounidenses desde entonces, cuidando de golpear en un nivel que no provoque la reversión de una retirada que ahora, con la entrega de la base aérea de Bagram, ya no tiene marcha atrás. Ni el millar de soldados ni los 17.000 contratistas privados que Washington dejará en el país podrán garantizar la seguridad de las legaciones diplomáticas y del aeropuerto de Kabul, ni mucho menos mejorar sustancialmente la operatividad de las FDSNA. A cambio, han logrado la liberación de miles de sus milicianos, limpiar el terreno de tropas extranjeras y controlar el proceso político con el Gobierno nacional, bloqueando cualquier acuerdo mientras avanzan sin freno en el control de más y más distritos del país. 

Pero, por penoso que sea el balance cosechado -que también cabe aplicar a una España que nunca ha tenido una estrategia propia, más allá de contentar a Washington-, lo más importante es lo que ocurra en el inmediato futuro. Un futuro en el que el único atisbo de respuesta proviene de la creciente reacción local ante el avance talibán. Junto a las crecientes críticas ciudadanas por el innegable abandono gubernamental se habla ya de una “segunda resistencia”, con acciones armadas protagonizadas por milicias que buscan garantizar su propia seguridad. Una imagen que, más allá de visiones románticas sobre el pueblo en armas, nos retrotrae al Afganistán dominado por grupos armados irregulares, liderados por personajes que buscaban su propio beneficio en el marasmo político provocado por la falta de un gobierno funcional.

Mucho más preocupante que lo que le ocurra a la imagen de EEUU como supuesto líder del mundo libre, es el futuro que les espera a los afganos. Y apenas hay ningún dato positivo al que aferrarse hoy para mantener la esperanza.

Suscríbete para seguir leyendo