Confesiones de una mascarilla

La mascarilla ha dado más información sobre nosotros tapándonos la boca de lo que esta diría a un desconocido sin llevarla. Han sido como las carpetas de instituto: una forma de definirnos sin abrir la boca

La mascarilla ya es prescindible en espacios exteriores, proclaman los expertos

La mascarilla ya es prescindible en espacios exteriores, proclaman los expertos

Miqui Otero

Por qué confiar en El PeriódicoPor qué confiar en El Periódico Por qué confiar en El Periódico

Dijo Balzac en el siglo XIX que una persona se define por cómo empuña el bastón y en este atribulado XXI se podría decir lo mismo de cómo porta la mascarilla

Parece que ahora tiene los días contados. En muchos países no es obligatoria, Francia la abolirá el 1 de julio y aquí se coquetea con la idea de un verano con la boca al aire

Esto es, a priori, una buena noticia, sobre todo si además llevas gafas: tras un año de cristales empañados, es posible que sacarse la mascarilla equivalga a operarse de cataratas, sin necesidad de pasar por la lista de espera de la sanidad pública. 

Y, aun así, no faltará quien la eche en falta. 

No hemos hablado aún de su poder democratizador: todos éramos potencialmente guapos, o misteriosos, con la mitad de la cara oculta. Y, desde luego, quien decidía no llevarla en los picos de la pandemia tenía, por bello que fuera, cara de cretino

“Dale una máscara y te dirá la verdad”, escribió Oscar Wilde. Sobre todo si la mascarilla lleva un estampado de Pocoyo o de Star Wars, de boca de monstruo, de caja de ahorros. Es cierto que la mascarilla ha dado más información sobre nosotros tapándonos la boca de lo que esta diría a un desconocido sin llevarla. Lucirla subnariz, optar por la discreción poco aprensiva de la quirúrgica o por la protección marcial de la FFp2, ceñirse al azul / blanco canónico (por desidia, sobriedad o porque te negabas a la vana coquetería de potenciar el dandismo de una prenda que una pandemia portadora de desgracias te obligaba a vestir) o atreverse con nuevos colores (por alegría, atrevimiento, por reír para no llorar). Encariñarse con la artesanal (en tiendas de barrio o confeccionada por algún familiar) u optar por la de marca (quizás tu primer Luisvi fue un bozal), vestir incluso en finde la corporativa de tu empresa o aprovechar ese trocito de tela como valla publicitaria de tu ideología (esto lo hicieron bastantes líderes políticos). Las mascarillas han sido como las carpetas de instituto: una forma de definirnos sin abrir la boca. Yo ya fabulaba en sueños (porque soñábamos ya con gente enmascarada) con el romance imposible entre una chica con mascarilla hippy estampada de augas y un atildado muchachote con mascarilla de Abanca. 

Pero no hemos hablado aún de su poder democratizador: todos éramos potencialmente guapos, o misteriosos, con la mitad de la cara oculta. Y, desde luego, quien decidía no llevarla en los picos de la pandemia tenía, por bello que fuera, cara de cretino. Tampoco hemos comentado su don para economizar tiempo (y afeitados y maquillajes). Ni sobre lo bien que iban para camuflar el gesto de aburrimiento supino ante interlocutores plastas, en presentaciones de libros, en las gestiones burocráticas. Ocultaba nuestros gestos de euforia, sí, pero también el rictus de hastío oceánico de vivir que muchos arrastramos en un vagón de metro (enfrentarse de nuevo al coro de caras desencantadas no será fácil). Y la mascarilla nos identificaba pero también nos igualaba, como esos carnavales antiguos en los que las clases sociales se mezclaban en un baile callejero de máscaras.

La mascarilla era, en definitiva, el equivalente gestual de cuando te cruzas a un semiconocido por la calle que te pregunta, por compromiso, “qué tal” y al que tú contestas con un “bien” más neutro que una caja de paracetamol genérico. La mascarilla permitía pasar la vida con estoicismo, sin acusar la alegría ni subrayar el dolor. 

Nos sacaremos la mascarilla y nos sentiremos como extraños en una playa nudista. Brotarán tics, bucales y nasales, acumulados durante estos meses de nerviosismo. Y quizás sintamos lo mismo que escribió Pessoa, en su 'Tabacaría': “Cuando quise quitarme la máscara / la tenía pegada a la cara / cuando me la quité y me miré en el espejo / había envejecido”.

Suscríbete para seguir leyendo