La 'operación Volhov'

Los 10.000 rusos de Terradellas

Resulta difícil convencerse de que no estemos otra vez ante un dispositivo que, sirviéndose del pretexto de la justicia, pretenda dejar claro que ser un independentista activo ha de pagarse de algún modo

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Josep Martí Blanch

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Si la 'operación Catalunya' no hubiese existido, si los informes policiales no sirviesen para construir casos con los pies de barro como el de Tamara Carrasco, si no hubiese guardias civiles como Diego Pérez de los Cobos prestos a dejar a un lado sus obligaciones para servir, no al ciudadano, sino a sus convicciones políticas, si no hubiese jueces dispuestos a menospreciar el valor de la prueba; si todas estas cosas no hubiesen pasado en los últimos años este apunte de urgencia se escribiría de otro modo.

Pero estas cosas han pasado. Y en Catalunya, la desconfianza, lejos de ser un síntoma de paranoia o victimismo, es desde hace ya tiempo una pulsión general que se apoya, para un parte muy relevante de la ciudadanía, en la evidencia de lo que consideran probado.

Por este motivo la <strong>'operación Volhov'</strong>, dirigida por el juez Joaquín Aguirre, titular del juzgado número 1 de Barcelona, solo será interpretada desde el punto de vista estrictamente judicial por una minoría. Para el resto, el análisis de lo ordenado por el juez irá por barrios. Para unos será una nueva demostración que la represión injustificada y generalizada sigue su curso. Para otros supondrá la posibilidad de condenar desde ya mismo a 21 personas sin que tenga relevancia alguna la solidez de los hechos que se les atribuyen y el posterior recorrido que vayan a tener ante el tribunal.

Que los detenidos con más pedigrí político -David Madí, Oriol Soler, Xavier Vendrell y Josep Lluís Alay- querían desestabilizar a España no es ningún secreto porque todo el independentismo deseaba lo mismo. Tampoco lo es que Oriol Soler, y muy particularmente Josep Lluís Alay, tuvieron una agenda internacional intensa hace tres años. Ahora bien, que el sumario apunte a las fanfarronadas de Víctor Terradellas, un don nadie en el mundo del lobismo internacional, para dar credibilidad a una supuesta operación que garantizase la <strong>llegada de 10.000 soldados rusos a Catalunya </strong>en el 2017 es, perdone su señoría, una memez.

Más allá de los fuegos artificiales rusos, el quid de la cuestión estaría en el uso de fondos públicos para desarrollar toda esa agenda internacional y el mantenimiento de los gastos del expresidente Carles Puigdemont en Waterloo. Ahí no caben medias tintas. Las sospechas de desvío de fondos públicos siempre deben investigarse. Ante la más mínima posibilidad de lucro personal o uso indebido del dinero de la administración la justicia debe ponerse en marcha.

Pero llegados a este punto volvemos al principio. La desmesurada teatralización de la operación y los precedentes existentes hacen que resulte muy difícil convencerse de que no estemos otra vez ante un dispositivo que, sirviéndose del pretexto de la justicia, pretenda dejar claro que ser un independentista activo, con o sin cargo público, ha de pagarse de algún modo para que el ejemplo cunda entre los demás. Lo que nos lleva al recordatorio de que Amnistía Internacional ya ha dicho por activa y por pasiva que ni Jordi Sànchez ni Jordi Cuixart, ambos vinculados al soberanismo desde el activismo, deberían estar en la cárcel

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