La intransigencia en el debate ideológico

La equidistancia: esa odiada virtud

El agravamiento del sectarismo amenaza a la libertad, esa que todos los bandos dicen defender

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Jordi Nieva-Fenoll

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La equidistancia está mal vista en las guerras. O se toma partido por un bando o se está con el enemigo. Es lamentable que algunas personas se tomen la ideología en términos bélicos, pero a veces sienten tales impulsos esencialmente emocionales que se ven completamente atenazados por esas pulsiones, convirtiendo su pensamiento en una profecía autocumplida e inamovible. Estudiar el fenómeno es interesante, pero es tremendamente empobrecedor ver como un rival a quien no piensa como uno.

El odio por la equidistancia no es solamente propio de los últimos tiempos. Al contrario, esa fobia ha estado presente en todos los periodos históricos, y solo de vez en cuando toman el protagonismo personas que son capaces de sentarse con quien no piensa como ellos para aprender de las posiciones contrarias sin pretender exterminarlas. Insisto, ha ocurrido pocas veces. Más que la Transición, los años 80 y 90 en España fueron un ejemplo de ello en varias ocasiones. Yo mismo crecí con esa cultura y es la que encontré en todas partes. Había personas de todos los colores ideológicos pero nadie se odiaba, salvo cuatro gamberros apologetas de la violencia.

Fue un tiempo en que se podía ser del PP sin ser tildado de facha, o del PSOE sin ser tachado de rojo. Comunistas había pocos en aquellos años, dada la crisis y hundimiento del sistema soviético. Los fascistas eran marginales. También se podía ser catalanista, siendo respetado políticamente por todos más allá de algún exabrupto poco menos que futbolero. Los pactos políticos de aquellos años en beneficio del bien común dan fe de que otra cultura fue posible, y era mejor. En aquel momento solamente el entorno aberzale era mirado con gran recelo aunque, también hay que recordarlo, con mucha curiosidad. Y la curiosidad es la base de la ciencia, es decir, de la luz.

Una de las cosas que más recuerdo de aquel tiempo es la libertad de expresión. Veníamos de la larguísima y opresiva prohibición franquista de la “blasfemia y la palabra soez”, y de repente vimos como todo el mundo podía decir lo que quisiera o hacer befa de lo que deseara, salvo –en aquellos años– del Rey. Ojalá se hubiera podido hablar más de él en aquel tiempo, dado lo que después hemos sabido y antes algunos callaban... Pero existía como una especie de intocabilidad pactada del Rey como símbolo del reencuentro tras las múltiples y profundas fracturas sociales producidas por el franquismo. 

Tras la negativa a dar legitimidad  a quien no piensa igual hay una sed aniquiladora peligrosa

Mentiría si no dijera que, salvo en el capítulo de esa 'omertà' selectiva acabada de referir, añoro la libertad de aquellos años. Fiscalías, policías y jueces no se solían ocupar de perseguir conductas que pudieran ofender “sentimientos” porque la opinión generalizada era que primaba la libertad de expresión, y eso hubiera constituido una forma de censura. Pero hace unos años se empezaron a perseguir esas manifestaciones, siendo ya incontable el número de pensamientos o palabras que deben callarse en la actualidad, sean del signo ideológico que sean, porque ya no es difícil encontrar a un grupo de ofendidos que se va al juzgado.

Lo anterior es molesto para un científico. En derecho no es infrecuente que las cuestiones técnicas se mezclen –indebidamente– con la política, pero últimamente la tendencia está alcanzando también ¡a la epidemiología! Criticar alguna medida sanitaria incontrovertiblemente absurda se ha convertido en 'negacionismo', igual que antes criticar la infausta aprobación de las leyes de 6 y 7 de septiembre del 2017 en el Parlament fue considerado fascista, u objetar el exceso de las prisiones provisionales de los políticos independentistas o la inopinada acusación por rebelión –o la desproporcionada condena por sedición– ha sido sinónimo de defender la causa secesionista.

Los pactos políticos de los años 80 y 90 dan fe de que otra cultura fue posible, y era mejor

Todo ello es una auténtica pena. Me siento afortunado por haber podido conservar la enorme mayoría de amigos de toda procedencia ideológica. Disfruto escuchándoles. Pero me aterra un agravamiento de algo que no es sino puro sectarismo, y que desde luego amenaza a la libertad, esa que todos los bandos dicen defender. No se reconocen mutua legitimidad y ello es preocupante, porque tras esa negativa se halla una sed de aniquilación que es muy peligrosa.

Ojalá al menos los científicos podamos seguir haciendo reflexiones al margen de cualquier acusación de partidismo. Depende en gran medida de que los políticos quieran que sus votantes sean ciudadanos que piensen, y no un rebaño que sigue gritos de pastor y mordiscos de canes.

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