Maestro de la ciencia ficción

El hombre que sentía nostalgia por Marte

Todo está escrito en los libros de Ray Bradbury con una sencillez aparente, pero con un tono poético muy propio que marca el ritmo de cada cuento como una canción

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Natàlia Cerezo

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Ray Bradbury murió en junio de 2012. Entonces yo vivía en un piso minúsculo del Eixample, en una habitación que antes había sido un armario, y donde solo tenía una cama y libros por todas partes. Me estaba preparando un bikini para cenar cuando Fino, mi compañero de piso por aquel entonces, me gritó las malas noticias desde el comedor. Desde entonces los bikinis y las primeras noches de verano, aquellas en las que en el frescor del ambiente ya se adivina un punto de calor, me recuerdan a él.

El 22 de agosto pasado se cumplieron cien años de su nacimiento, otra excusa para recordarlo y para releer una de sus obras maestras, 'El hombre ilustrado' (en castellano en la editorial Minotauro y en catalán en Males Herbes), un conjunto de relatos unidos por un tema en común, un hombre tatuado que lleva los cuentos dibujados en la piel.

Están los temas recurrentes de Bradbury, el otro hilo invisible que une los cuentos. Los peligros de la tecnología están especialmente presentes en 'La pradera', en el que una habitación de última tecnología transforma a los niños que juegan en ella (de hecho, Bradbury era famoso por odiar todo lo que hiciera ruiditos y lucecitas: detestaba los ordenadores y los coches le daban tanto miedo que ni siquiera tenía el carnet de conducir). La naturaleza humana (contradictoria, mezquina, imperfecta, pero también breve y brillante como un cometa) queda retratada en 'Calidoscopio', una de las joyas del libro, los últimos momentos de un grupo de astronautas que quedan a la deriva después que su nave explote. Y en 'El zorro y el bosque', el intento de escapar del sistema (el poder, un monstruo que somete y deshumaniza, también antagonista en 'Fahrenheit 451') de una pareja de fugitivos temporales en el México de 1938.

Todo está escrito con una sencillez aparente, pero con un tono poético muy propio que marca el ritmo de cada cuento como una canción y que provoca que los textos sean muy bellos y muy melancólicos (sobre su técnica a la hora de escribir también es interesantísimo 'Zen en el arte de escribir', en Minotauro y Viena Editorial. Como ya se ve en el título, no es un libro de fuegos artificiales ni postureo, sino de mucho oficio, o sea, de tener mucha paciencia y trabajar duro a la hora de escribir, pero sin dejar de divertirse ni de maravillarse).

Bradbury siempre decía que cuando muriese quería que lo enviasen a Marte en una lata de sopa Campbell, casi como si estuviera en uno de sus cuentos. Y aunque al final no lo hizo (está enterrado en el Westwood Memorial Park de Los Angeles) me gusta imaginármelo así, atravesando el espacio en un cohete hacia el planeta rojo, en su humilde lata, tal vez con un olor dulce a biquini y un punto de calor en los fríos pasillos de la nave, como en las primeras noches de verano.

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