Controversia urbanística

Cangrejo Hermitage

Hay arquitecturas expectantes que podrían alojar la propuesta del museo: los edificios de la Ciutadella, el Teatre Principal, el Imax... son conchas vacías que merecen una segunda vida

Alejandro Giménez Imirizaldu

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El cangrejo es un simpático invertebrado de cabeza dura que come de todo y anda de lado. Algo de eso tiene el asunto del Hermitage Barcelona, del que se habla mucho, se dice poco y no parece avanzar. Parte de la controversia se apoya en lógicas rotundas. Quién no querría joyas del arte universal cerca de casa. Pintura, escultura, objetos decorativos de valor incalculable. ¿Cómo decir no a un regalo así? Otras voces advierten de la deriva hacia economías rentistas, culturas sin calado y el centrifugado de vecinos: si el turismo nos empobrece, banaliza y expulsa, no queremos más turismo. Ni reclamos. No al Hermitage. 

Las tertulias basculan entre esos dos extremos y dejan de lado cuestiones relevantes. Unas son de contenido: modelo cultural, programa y viabilidad económica. Las sucursales fallidas en Londres, Vilnius y Las Vegas, castigadas por la crisis en un panorama global que no mejora, son casos que deberían contrastarse antes de la aventura. Y contar con profesionales locales: comisarias, museógrafos, críticas y conservadores de Barcelona podrían articular colaboraciones sólidas, en línea con la idea original de Jorge Wagensberg y en sintonía con la realidad local.  También con la estatal. Si la segunda pinacoteca española más grande del mundo abre sus brazos, es difícil no echar de menos a la primera, que es el Museo del Prado.

Imaginemos un escenario en que los actores consiguen ponerse de acuerdo para construir un proyecto auténtico. Quedan todavía cuestiones de forma, posición y dimensión del contenedor que pueden contribuir al debate. La nueva empresa se presenta como un edificio de ambición icónica, 2.900 metros cuadrados, cuatro plantas, 27,5 metros de altura y un millón y medio de visitantes al año en la Nova Bocana del Port. A dos kilómetros del metro, al final de una vía de dos carriles, sin salida. La caravana de autocares en la Barceloneta sería insufrible. Un atentado, un incendio o una ola pondría en severos aprietos a la evacuación y a los servicios de emergencia. Someter a miles de turistas despistados y a obras de arte irrepetibles a ese riesgo es una temeridad. Hay alternativas de posición mejor conectadas, menos saturadas y más seguras.

En otro orden de cosas, la profusión de edificios icónicos genera en el litoral un paisaje desarticulado. Entre esas arritmias costeras, lo marítimo surge a veces como anécdota (una gamba de dibujos animados, un pez volador de titanio, un transatlántico de oficinas mineral, un rascacielos hotelero que simula un cuchillo de pescadería…) pero raramente atiende a los usos y actividades que le son propios. Las ciencias del mar, la vela, la pesca, el tráfico marítimo, el cabotaje... la memoria de una relación convulsa con el Mediterráneo sugiere programas más adecuados al puerto. Tampoco está de más recordar que urbanizar es caro. Y si se gana espacio al mar, no les cuento. Las calles, las farolas, las papeleras, el alcantarillado y los espigones los pagamos usted y yo. Cuando una iniciativa privada se coloca sobre suelo público cabe esperar un retorno proporcional al esfuerzo que hacemos entre todos. 

Por último, el sentido práctico y la crisis climática nos exigen reciclar. Hay arquitecturas expectantes que podrían alojar la propuesta entre los centros culturales que ya funcionan en red con barrios, escuelas y universidades. Los edificios de la Ciutadella, el Teatre Principal, La Foneria de Canons… En el mismo Port Vell languidece el Imax, blanco, ciego e inactivo desde el 2014. Son conchas vacías que merecen una segunda vida.

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