La regreso a la rutina
¿Cómo convivir con el miedo a la vuelta?
Hay que asumir que va a ser inevitable sentir algo de temor este curso, y la estrategia no pasa por eliminarlo sino por intentar acotarlo
José Ramón Ubieto
Profesor de Psicología de la UOC y psicólogo clínico y psicoanalista.
José Ramón Ubieto
Todos los años, para estas fechas, el tema estrella es el mediático síndrome posvacacional. No importa que no exista, lo que cuenta es que la repetición del mismo ritual de todos los septiembres conjura la desazón de la vuelta. Nos conforta saber que el duelo de los placeres estivales tiene su tiempo social, un plazo delimitado. Este año la 'rentrée' trae el añadido del miedo, aunque quizá sería más preciso hablar del miedo al miedo, o sea la angustia. De entrada es un miedo difuso, al contagio de los hijos, sí, pero también al familiar, a los efectos a medio y largo plazo, a las dificultades laborales, a volver al confinamiento y no poder juntarnos con las personas queridas. Una mezcla de rabia, tristeza y angustia.
Si rascamos un poco más, el resorte último de ese cóctel emocional es saber que al final, por más historias maravillosas que nos contemos y por más tecnología que nos rodee, la enfermedad nos confronta al cuerpo, desnudo y frágil, que habitamos cada uno/a. Lo envolvemos, cada vez mejor, lo musculamos, lo tuneamos y maquillamos, pero sigue siendo una precaria consistencia, vulnerable ante cualquier virus, real o plebeyo. Nadie es inmune, ni siquiera los que lo niegan.
Un progreso frente a la angustia
¿Cómo hacer? De entrada, asumir que va a ser inevitable vivir con algo de miedo este curso, y que la estrategia no pasa por eliminarlo sino por intentar acotarlo, para familiarizarnos y aprender a vivir con ese extraño virus ocupa que parece no irse nunca. El miedo, concreto y localizado, ya es un progreso frente a la angustia inicial, difusa e ilimitada. Enmarca y acota lo ilimitado para que no se desborde. Y, además, nos proporciona una cierta posición que nos permite acercarnos o alejarnos del objeto fóbico. Si aprieta, nos alejamos y si se alivia, nos aproximamos. La angustia, en cambio, nos invade en cualquier lugar, surge cuando hemos perdido nuestras propias coordenadas subjetivas. Nos sigue a todas partes, a veces solo nos queda el desmayo como fuga o el ataque de pánico.
Para acotar el miedo nada mejor que introducir algún ritual, una forma de tratar ese real indomable por un artificio simbólico, junto a otras medidas que parecen ser eficaces. Los protocolos diseñados mezclan las evidencias con un circuito que nos guía y reduce así la incertidumbre, fuente de malestar. Ser guiados no siempre es agradable, pero a veces es necesario y ayuda a soportar la angustia. Padres y madres deben conocerlos y explicarlos a los hijos, animándoles a cumplirlos para construir un cierto trayecto familiar, hacer de eso extraño algo más doméstico y domesticable. Tal como hacemos con la gripe y otras muchas enfermedades habituales.
Junto a esta estrategia defensiva, conviene no renunciar a ninguna satisfacción razonable: actividades lúdicas, sociales, familiares, en los límites posibles. Una buena vacuna contra el miedo es no cancelar nuestras vidas y descubrir/inventar nuevos placeres y nuevos vínculos. Confinarse en el miedo es alimentar la fiera, que suele ser insaciable.
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