LA RUSIA POSTSOVIÉTICA
Veneno en la taza de té
El uso de ponzoña permite la impunidad por denegación y, al mismo tiempo, lanza un mensaje escalofriante: respiramos en tu nuca
Olga Merino
Periodista y escritora
Escritora y periodista. Master of Arts (Latin American Studies) por la University College of London (Beca La Caixa/British Council). Fue corresponsal de EL PERIÓDICO en Moscú en los años 90. Profesora en la Escola d'Escriptura de l'Ateneu Barcelonès. Su última novela: 'La forastera' (Alfaguara, 2020).
Olga Merino
La novela criminal ha ilustrado mucho sobre los efectos de los venenos: el arsénico sublimado huele a ajo, el cianuro a almendras amargas —bien lo sabía doña Agatha— y la estricnina tiñe el rostro del finado de un azul cianótico. Es arma femenina, pura 'finesse', astucia y premeditación. Ni vierte sangre, ni hace ruido, ni su empleo requiere fuerza física; tan solo exige paciencia y proximidad a la vida más íntima de la presa: la cocina, la cama, el cajón de la ropa interior. El veneno, en realidad, pretende disfrazar de muerte natural el asesinato para que el mundo siga girando como si nada. Ingrediente esencial en las películas en blanco y negro, parecería un recurso de otro tiempo si no fuera porque el Kremlin lo introduce en la trama cada dos por tres: el opositor ruso Alekséi Navalni se recupera en un hospital de Berlín después de que le envenenaran el té en el aeropuerto siberiano de Tomsk. Presuntamente.
Sería sugestivo pero engañoso jugar con la hipótesis de la ponzoña como arma política en la historia Rusia. Para rematar a Rasputín, el monje loco y gigantón, supuesto amante de la zarina, tuvieron que añadir al cianuro de potasio varios tiros y un baño helado en las aguas del río Neva, pero quien de verdad está elevando el envenenamiento a categoría es Vladímir Putin. Durante sus 21 años de mandato en uno u otro cargo -casi tantos como su amigo bielorruso Aleksándr Lukashenko-, ya son varios los disidentes que han encontrado la muerte por envenenamiento o la han esquivado de milagro. El exespía Alexander Litvinenko en Londres y la periodista Anna Politkóvskaya, quien sobrevivió a una intoxicación antes de morir acribillada. El expresidente ucraniano Víktor Yúshchenko salvó el pellejo, pero le quedó la cara azul y llena de protuberancias. El uso del veneno, típico de servicios secretos, es teatral, permite la impunidad por denegación y, al mismo tiempo, lanza un mensaje escalofriante: respiramos en tu nuca. Así se juega al póquer en el espacio postsoviético. Habrá que estar atentos a la baza en Bielorrusia.
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