Lucia Etxebarria

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La agorafobia en tiempos de desescalada

Cuanto más se siga en casa, tras el largo confinamiento, más difícil resultará salir

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Recientemente estuve colaborando con mi universidad para construir una herramienta de investigación destinada a personas que sufrieran trastorno de estrés postraumático. Para ello, necesitaba buscar un grupo de control. 

Ese grupo debía estar integrado por personas que nunca hubieran sufrido una experiencia de acoso, abuso sexual o maltrato (fuera físico o psicológico), y que tampoco hubieran vivido o presenciado un evento traumático, un accidente con consecuencias graves o un atentado terrorista, por ejemplo. En una muestra de 9.539 personas, apenas llegamos a encontrar a 900 que cumplieran los requisitos.

Ni un 10% de la población podría decir que a lo largo de la vida nunca ha sufrido un acontecimiento que potencialmente hubiera podido dejar secuelas traumáticas.

Las personas con agorafobia viven en una jaula cuyos barrotes son los miedos, los traumas, los muros que se elevan como defensa cuando alguien daña

Después de un confinamiento de más de 120 días, me encuentro con muchos amigos que ya no quieren salir a la calle. Las excusas son variadas: «Mi novio es mayor y es población de riesgo» (tiene 55 años). «Tengo que preparar exámenes» (es superdotada y no ha preparado exámenes en su vida). «Tengo plan de serie y manta» (Ni siquiera tiene suscripción a Netflix).

Lo que les sucede tiene dos nombres, entrelazados entre sí: agorafobia y resonancia emocional. Se dice que las personas que sufren agorafobia tienen miedo a los espacios abiertos, pero esto no es exactamente cierto. Tienen miedo a los espacios que no controlan. Podrían estar paseando por el campo perfectamente, siempre y cuando fuera un campo conocido, un lugar por el que pasean todos los días, pero quizá no podrían poner un pie en un centro comercial. La gran mayoría no soporta salir de casa. 

Viven dentro de una jaula. Una jaula cuyos barrotes son los miedos, los traumas, los problemas de infancia, los muros que elevamos para defendernos cada vez que alguien nos daña.  Muros que creamos para evitar volver a ser dañados, aunque nos hagamos más daño todavía.

Seamos como esas ciudades antiguas en cuyas ruinas admiramos trofeos de constancia y valentía

La mayoría de las personas no podemos permitirnos vivir encerrados. Tenemos que salir a trabajar, a ganarnos el sustento. Así que, incluso si hemos sufrido abuso, maltrato o violencia sexual, tiramos adelante, sacamos fuerzas de flaqueza, afrontamos el miedo. Pero ¿qué sucede cuando pasamos tanto tiempo encerrados? Que llega la resonancia emocional. Que, si bien los primeros días nos sentíamos incómodos, luego nos damos cuenta de que controlamos los 60 m2 de nuestro apartamento, que somos dueñas y señoras de nuestro espacio, que aquí nadie puede hacernos daño. Y entonces es cuando llega la resonancia emocional. 

Quizá no recordemos de forma consciente los gritos o el maltrato de nuestros padres, o el acoso que sufrimos en el colegio, o el abuso sexual de nuestra infancia, o el maltrato a manos de nuestro primer novio; quizá habíamos enterrado todo bajo piadosas capas de olvido, pero nos dicen que ahí fuera hay una amenaza, que se llama virus, y nuestro inconsciente reacciona. Se activa un resorte, porque la palabra 'amenaza' tiene otra significación para nosotras, para nosotros, es una significación más lejana en el tiempo, y aquel miedo, aquel regusto amargo en la boca, nos vuelve a quemar la lengua, y ya no queremos salir.

Pero, cuanto más tiempo nos quedemos en casa, más difícil nos será salir. Tenemos que ser como esas ciudades antiguas en cuyas ruinas admiramos trofeos de constancia y valentía por donde quiera que giramos la vista. Esas ciudades que quedaron destruidas hasta los cimientos, pero que, siglos después, aún se yerguen, orgullosas,  recordándonos que merece la pena luchar: porque más valen las ruinas que las cadenas. 

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