Opinión | LIBERTAD CONDICIONAL

Lucía Etxebarria

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Mujeres, confinamiento y pandemias

La supervivencia femenina ha sido mayor en plagas, hambrunas y epidemias a lo largo de la historia

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Este artículo es la continuación del de la semana pasada. Al final de aquel, dejé en el aire una pregunta: ¿por qué, en plagas, hambrunas y epidemias, las mujeres sobreviven más que los hombres? Recientemente, una investigación de la Southern University acaba de confirmar esta omnipresente  ventaja de supervivencia femenina.

Este estudio analizó las diferencias en mortalidad durante hambrunas –en Ucrania (1930), Suecia (1770) e Irlanda (1845)– y epidemias en Islandia (1840 y 1880), en Trinidad (principios del siglo XIX) y en Liberia (1820 y 1822).

En todas las poblaciones, las mujeres, de promedio, vivieron más que los hombres. La diferencia se manifestaba ya entre los bebés: las niñas sobrevivían más que los niños. Estos resultados concuerdan con la hipótesis de que las mujeres cuentan con una ventaja biológica de supervivencia, aunque este factor también pueda interactuar con factores ambientales.

La ventaja biológica

¿Cuál es esa ventaja? ¿Diferencias hormonales? ¿Quizá los estrógenos nos protegen?  ¿Quizá la testosterona, masculina, suprime el sistema inmunológico? ¿Será que las mujeres tenemos un doble cromosoma X, que nos proporciona una copia de seguridad, como si dijéramos?

Puede ser. La ventaja biológica existe. Pero esa ventaja puede haberse creado por selección natural. Porque en todos los lugares del mundo en los que se reportan infanticidios las niñas son las más afectadas.

El infanticidio femenino es la matanza deliberada o el abandono de niñas recién nacidas. A día de hoy existe en países como China, India o Pakistán.

En todos los continentes y tiempos

En 1978, la antropóloga Laila Williamson demostró, en un estudio ya clásico, que el infanticidio de niñas había ocurrido en todos los continentes y que lo llevaron a cabo desde los grupos de cazadores recolectores hasta las sociedades altamente desarrolladas. Williamson asegura que esta práctica nunca ha sido una excepción, sino más bien un lugar común. En 1990, Amartya Sen, en el 'New York Review of Books', calculó que había 100 millones de mujeres menos en Asia de lo que se esperaría, y que esta cantidad de mujeres desaparecidas «nos cuenta, silenciosamente, una terrible historia de la desigualdad».

Incluso en épocas tan recientes como nuestra guerra civil morían más niñas que niños. Esto era porque en escasez de comida se alimentaba y se cuidaba más a los niños. Con 'o'. Y también porque las niñas trabajaban desde muy pequeñas, en casa o en la granja, lo que las hacía más propensas a accidentes domésticos: antes se le caería una olla de agua encima a una niña que a un niño. O antes le daría una coz una mula.

Así, la niña que sobrevivía al abandono, al hambre o a las circunstancias peligrosas sería la más fuerte, y transmitiría esa ventaja a su progenie. ¿Y si la ventaja estuviera transmitida en el cromosoma X? Sus hijas, con el doble cromosoma, serían el doble de  fuertes que sus hijos. Es una teoría.

Expertas en autocuidado

A esto hay que añadirle que las mujeres, históricamente, hemos vivido confinadas (sí, confinadas) en el entorno doméstico mientas los hombres salían. Salían a hacer la guerra, a hacer pillaje, a pelearse los unos con los otros, a beber. Y las mujeres nos especializábamos en cuidar: en cuidar a los enfermos, a los ancianos y a los niños.

Y siglos de tradición nos hacían, de paso, expertas en autocuidado. Hemos sido las herbolarias, las comadronas y las brujas, las enfermeras en las guerras, las acogedoras religiosas en las zonas francas. Y en cada guerra, hambruna, pandemia, en la casa, en el convento, sin hacer ruido, hemos resistido, heroicas pero calladas, como las supervivientes natas que somos.