Tratado de la esperanza

Nunca ha faltado la esperanza: cada mañana, en cada ojeada a las cifras del día, en cada mirar el paisaje desierto, en cada gesto de lavar las manos y frotarlas con rabia

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Josep Maria Pou

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Lo que empezó el sábado pasado y va a consolidarse este lunes (los paseos, las salidas por franjas horarias, la vida de nuevo en las calles) no es más que un punto y seguido. Conviene tenerlo en cuenta. No es todavía el punto y aparte con el que se cambia el rumbo del discurso, ni mucho menos el punto final con el que se da por liquidado el asunto. El punto y seguido nos viene a decir, simplemente, que es momento de sacar la cabeza y tomar aire para volver a zambullirse en el párrafo, todavía prolijo de exclamativas y dubitativas. No cambiamos de tema. En absoluto. El libro que estamos escribiendo entre todos deja atrás un primer capítulo, pero tiene todavía muchos folios en blanco por delante. Cuando, por fin, podamos ponerle el punto final resultará un tomazo de los que, al caer, levantan polvareda; de los que se dejan en el centro de la mesa y provocan, a su alrededor, un silencio respetuoso; de los que al tomarlo entre las manos, superado el primer miedo, transmiten el temblor de la vida que corre, como por entre venas, vénulas y arterias, entre verbos, sustantivos y adjetivos. Será el libro de la vida. Y será, también, el libro de la muerte. 

Algunos, agoreros, querrían titularlo 'Crónica de una muerta anunciada'. Otros, rencorosos, 'En busca del tiempo perdido'. Yo me inclino por 'Grandes esperanzas'. Porque si algo nos ha sustentado desde el minuto cero ha sido, precisamente, la esperanza. Un soporte latente, implícito, pero también latiente, es decir, vivo y palpitante. Ha habido -sigue habiendo- miedo, dolor y desconcierto. Pero nunca ha faltado la esperanza: cada mañana, en cada ojeada a las cifras del día, en cada mirar el paisaje desierto, en cada gesto de lavar las manos y frotarlas con rabia una contra otra como si fueran yescas con las que encender la hoguera a la que queremos llevar el 'bicho'.

Shakespeare escribió 'El Rey Lear' en tiempos de peste bubónica, con los teatros cerrados y sometido a cuarentena. Bocaccio escribió 'El  Decamerón' confinado en la Toscana, huyendo de la peste negra. Yo me conformaría con que de lo nuestro de ahora quedara un optimista, indiscutible, responsable y solidario 'Tratado de la esperanza'.