Análisis

Sant Jordi en el desierto florido

En esta 'diada' de avenidas vacías, hospitales llenos y pisos convertidos en jaulas', el tejido de una telaraña invisible, tal vez efímera pero real, une millones de corazones y ninguna fuerza sobrenatural ha sido capaz, hoy, de destruir

El personal del Clínic reparte las rosas enviadas por el Gremi de Floristes de Catalunya.

El personal del Clínic reparte las rosas enviadas por el Gremi de Floristes de Catalunya. / periodico

Xavier Bru de Sala

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Hay un dicho popular, "Sant Jordi mata la araña", hoy ya muy poco usado y por tanto de sentido oscuro. Para algunos era una invocación campesina, una oración al santo patrón para que protegiera las cosechas de los parásitos destructores. Interpretación rocambolesca si tenemos en cuenta que las arañas son más bien benéficas para la gente del campo. Mi abuela de la rambla de Catalunya decía "mata la araña" en un sentido irónico, burlón, descreído, destructivo. ¿Princesitas, dragones, Sant Jordi como salvador? Venga, va.

Entre las innumerables felicitaciones que reverberan por las redes destaca una imagen cariñosa del dragón con la rosa entre unos dientes más traviesos que amenazadores. En la iconografía del presente, como en la que sugiere el aforismo de la araña, Sant Jordi ya no tiene papel alguno y el dragón se ha transformado en un malote.

El mito se ha esfumado pero la amenaza retorna. Esto es lo más significativo de este Sant Jordi de calles desiertas, almas encogidas y futuro más incierto que nunca en nuestras vidas. La idea subyacente y redundante de esta 'diada', tan especial que es casi espectral, da por hecho que la salvación ya no viene de arriba, porque Sant Jordi es un pobre desgraciado que mata una araña. Tampoco de fuera. Si con tanta ciencia y unos niveles de desarrollo jamás vistos nos encontramos así, no hay más remedio que mirar un poco hacia dentro. Hacia dentro y hacia los vecinos, los amigos, la familia, a ver si somos capaces de forjar y compartir un sentimiento colectivo que vaya un poco más allá del vacío del tópico y del papel que nos toca representar ante los demás, más allá de lo que estamos condenados a figurar.

En cierta forma, vivimos un día más existencialista que festivo. En los inicios del confinamiento recordamos 'La peste', de Camus. Ahora rememoramos el entierro de Sartre. No es casual que, ya casi abocada al post-pico de la pandemia, la sociedad bucee en la oscuridad abisal de sus profundidades en busca de valores que puedan ayudar, no a comprender sino a soportar y superar una desgracia sobrevenida que de forma inesperada ha roto el juguete de tantas certezas como estamos contemplando hechas añicos.

Quizá sea cosa de un día. Tal vez el tono por fuerza lúgubre, de sonrisas más forzadas que naturales, de este Sant Jordi tan diferente, quedará borrado por una ola que recuerde los felices 20. Quizá sí, tal vez la radical revisión moral que planteaban los existencialistas no pase de espejismo. Quizás después del paréntesis solo interesará calcar la actitud, el tono, los temas y las tramas de antes del paréntesis. Quizás volveremos al agridulce estado de la despreocupación y la ocultación de lo que es esencial. Pero nada quita que este Sant Jordi de avenidas vacías, de hospitales llenos y de pisos convertidos en jaulas, tenga de bello, de memorable, de más auténticamente multitudinario que las muchedumbres en la calle, el tejido de una telaraña invisible, tal vez efímera pero real, aromática y florida, que une millones de corazones y ninguna fuerza maléfica o sobrenatural ha sido capaz, hoy, de destruir.