La reacción ante la pandemia

El virus del miedo

El coronavirus nos ha retrocedido al imaginario de las plagas bíblicas enfrentándose a nivel global a los avances científicos y tecnológicos

Un sanitario del Servei d'Emergències Mèdiques (SEM), con protección contra el coronavirus.

Un sanitario del Servei d'Emergències Mèdiques (SEM), con protección contra el coronavirus. / periodico

Josep Cuní

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La mitad de los norteamericanos tardó en reaccionar cuando los resultados dieron la victoria a Donald Trump. Su reiterada pregunta de cómo aquello podía haber sucedido neutralizó su propia capacidad de análisis hasta entender que, en realidad, era Hillary Clinton quien había perdido. Y desde entonces se sumaron al club que ha asimilado que la mayoría de ocasiones las elecciones son el fruto de grandes derrotas propias más que de victorias ajenas. Y empezaron a temer.

Saliendo de la Casa Blanca, Barak Obama se vio en la necesidad de alentar los ánimos caídos de millones de compatriotas y les soltó: “La democracia puede venirse abajo si nos rendimos al miedo”. Adaptaba la famosa sentencia de uno de sus predecesores, Franklin D. Roosevelt.

El 4 de marzo de 1933 y en medio de la Gran Depresión, el 32º presidente de Estados Unidos advirtió de que “no tenemos nada que temer más que al miedo en sí”. Y la frase quedó para la historia. Pero como esta ya venía de lejos se encontraron precedentes en Montaigne, en Shakespeare o en máximas legadas por los clásicos romanos y griegos. Todo ya está escrito porque todo ya ha sido vivido.

Martha C. Nussbaum cree que, si nos tomamos sus palabras al pie de la letra, Roosevelt no tenía razón. Que en aquel turbulento mundo de entreguerras había miedo, por supuesto. Y motivos para ello. El nazismo, el hambre y el conflicto social estaban allí. Agazapados, atentos, amenazantes. Era un miedo racional, afirma la filósofa, y por eso más que temerle había que examinarlo. En cambio, el pavor sobre el que alertaba Obama estaba centrado en la necesidad de combatir la tendencia y no ceder porque eso supondría dejarse arrastrar por sus corrientes rechazando la necesidad del examen siempre crítico. Y escribe en 'La monarquía del miedo' (Ed. Paidós) que “debemos reflexionar a fondo sobre el miedo y hacia dónde nos lleva. Respirar hondo, entendernos a nosotros mismos y aprovechar ese momento de toma de distancia para comprender de dónde proceden también sus emociones”. Ni pintado encajaría mejor en el cuadro actual a pesar haber sido escrito durante el gran desasosiego que también le produjo a ella la victoria de Trump.

Las primeras semanas de pandemia el miedo se palpaba. La necesidad vital de quedarse en casa fue anterior al confinamiento. La alternativa al teletrabajo se adelantó a la crisis sanitaria y esta vino a ratificar el terror a lo desconocido. Las palabras de las altas hospitalarias no pueden expresarlo mejor. Las caras de los ingresados, espejo del pavor. Un virus letal nos ha retrocedido al imaginario de las plagas bíblicas enfrentándose a nivel global a los grandes avances científicos y tecnológicos. El mismo miedo del que ahora nos alertan quienes temen que, en aras al puntual bien común, los gobiernos acepten la propuesta que sugiere ceder un poco de libertad a favor de un mucho de seguridad. El eterno debate.

Sucede, no obstante, que la posibilidad de la utilización de nuestros datos personales como han hecho en China, Singapur o Corea del Sur no tranquiliza. Nuestra desconfianza tiene que ver con nuestra cultura y la defensa de nuestra libertad individual con la esencia de la democracia. Que hayamos regalado voluntaria e inconscientemente nuestra privacidad a los gigantes tecnológicos no significa que regalemos también nuestra intimidad a los gobiernos. Porque si la realidad de hoy ha ratificado la imaginación de la ciencia ficción de ayer, ¿por qué no puede suceder lo mismo con las fantasías del mañana? Algunos ya salivan. Hay debate.