Opinión | LIBERTAD CONDICIONAL

Lucía Etxebarria

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La 'salvameización' de Occidente

La mala educación se extiende como un virus y se manifiesta en cualquier ámbito

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En las taquillas de la estación de Renfe, la taquillera me ofreció, como siempre, una plaza en el vagón silencio. Le expliqué que empezaba a estar harta del dicho vagón: gente hablando por el móvil, gente comiendo...  Lo mismo que cualquier otro coche, pero en la cola del tren. Lejos de la cafetería, y llegando la última a la parada de taxis. Y cuidadito con quejarte: «¡Yo hablo si me da la gana!». «¡Usted a mí no me dice lo que tengo que hacer!». Si te reconocen, mucho peor. Viene el consabido: «¿Usted se cree que porque es famosa…?».

La taquillera me dice que, si eso sucediera, lo que debo hacer es notificárselo al revisor. Cuando el ejecutivo de turno (que en realidad no es ejecutivo, si lo fuera iría en clase 'business') le comenta a alguien que «está a punto de cerrar una operación», para que se entere todo el vagón, yo espero a que llegue el revisor. Y entonces, tal y como me ha aconsejado la taquillera, le digo que le ruegue a ese señor que se calle. El revisor me dice… ¡que lo haga yo!

Hace cinco años, a Chris Christie, gobernador de New Jersey, el estado más rico de EEUU (8 millones de habitantes) le echaron del vagón silencio por hablar por el móvil. La noticia fue un escándalo. No porque le hubieran echado, sino porque hubiera osado hablar por el móvil.  Porque fuera así de maleducado. ¿Imaginan que hubieran echado a Isabel García Ayuso o a Quim Torra? Impensable, si el revisor pasa siquiera de amonestar a un señoro.

La semana pasada, Lola Herrera abandonó el escenario de un teatro por culpa de un móvil que no paraba de sonar. Yo hace tiempo que he dejado de ir al teatro en Madrid excepto a los del CDN, los únicos en los que aún puede que consigas que en la función no se escuche un móvil. En los demás, la norma es que la gente hable, saque fotos, chatee, consulte internet o vaya recibiendo mensajes (con su notificación de alarma correspondiente) a lo largo de toda la función.

Pasear a mis perras se ha convertido en un deporte de riesgo.  En cuanto el animal (de cuatro patas) hace caca, si tardo más de dos minutos en sacar la bolsita de plástico, surge de la nada otro animal (de dos patas) vociferante. Nada de «señora, por favor, ¿podría usted recoger eso?»  y ni soñar en esperar los dos minutos que tardo en rebuscar en mi bolso, no. ¡No le prives al señoro de su oportunidad de insultar a una mujer en plena calle! «¡Puerca!, ¡guarra!». Y a gritos. Cuando eso me ha sucedido, ninguno de mis convecinos ha tenido el detalle de defenderme.

Eso sí, mi calle está sembrada de colillas pese a que cada 20 metros hay una papelera con un cenicero habilitado para que se depositen allí. En Bruselas te multarían con 200 euros por arrojar colillas a la calle.

Las cacas de perro son biodegradables, las colillas no. El caso es que a todos los propietarios de perro que conozco nos han insultado en la calle (más a las mujeres, por cierto), pero nunca he visto que a nadie le recriminen por tirar una colilla al suelo.

Hace casi 20 años que Ulrich Beck publicó su ensayo 'Un nuevo mundo feliz', donde exponía su teoría de la «brasileñización de Occidente»: los países desarrollados se encaminan, por la vía de la globalización neoliberal, a una era de subempleo y precariedad.

Me gustaría añadir que estamos viviendo de paso «La salvameización de España»: la mala educación se extiende como un virus y se manifiesta en cualquier ámbito de nuestro día a día. Aquí tiene razón el que más grita. Salir a la calle es un deporte de riesgo. Viajar, una hazaña.  Ir al teatro una tortura. Ser tímida y educada, una maldición.